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7 de abril de 2010
15diario.com  


 

El mundo y yo, o el arte de rebuznar

Benjamín Palacios Hernández

 

“¡Ha sido el lápiz, que de repente piensa que le está permitido todo, desde el despropósito hasta la metáfora!”.

 Grandville, Otro mundo

Si otros pueden invertir su tiempo en escribir fruslerías nada impide que lo haga yo, sobre todo en estos días llamados santos. Quizá pueda también alguna vez, si me descuido, llegar incluso a  informar, urbi et orbi, lo que me gusta, lo que me encabrona o lo que hago un día cualquiera: si fui al cine y comí palomitas; si me pasé la tarde escuchando música y rascándome el abdomen; si soy malo para la danza y peor para cantar. Aderezaría cualquiera de esas importantísimas cuestiones con profundos pensamientos acerca de las nubes en el cielo azul, o con digresiones no menos poético-sesudas sobre el significado de la película que vi –si ese fuera el caso–, o con cualquier otra inspirada idea genérica bucólica o urbana, y todo ello girando en torno a mi persona y mi vida cotidiana. Con ello, ni duda cabe, ganaría la entrada a cualquier suplemento cultural o literario.

 

Tales cavilaciones –graves y profundas como todas ellas– me han ocupado el celebro siempre y en las escasas ocasiones en que mi espíritu se siente lo suficientemente fortalecido como para derramar una perezosa mirada sobre esos harto curiosos frutos exhibidos (hago aquí una pausa para tomar aliento) en aquellos suplementos: cuentos, relatos, ocurrencias, “reflexiones” y todo tipo de escritos inclasificables. La mayoría de ellos bien podrían agruparse bajo el título “el mundo y yo”, con el incómodo inconveniente de que a la primera parte de ese par le tiene absolutamente sin cuidado la segunda.

 

Eso sí –como suele suceder cuando las personas se toman a sí mismas demasiado en serio–, leerlos puede ser divertido si uno se enfrenta a sus productos “artísticos e intelectuales” con el ánimo adecuado. Por esta razón pude reír sin esfuerzo alguno leyendo post festum, pues tenía algunos números atrasados sin ojear ni hojear, la muy entretenida y aguda réplica de Tomás Corona a Luis Valdez. Del mismo modo alguna sonrisa se me escapó al leer una apostilla anterior del segundo, con la que breve y justamente criticaba el destacado espacio concedido, en un número de este diario, al relato pormenorizado de la transmisión televisiva de la entrega de los óscares.

 

Quizá se deba a una deformación personal, o tal vez a algún defecto de fábrica, pero siempre he tenido una mayor empatía –aunque no necesariamente coincidencias– hacia irreverentes y desenvueltos como los dos mencionados que hacia aquellos cultores de un hieratismo sin mayor sustento que la pose. Esos que escriben con el ceño fruncido incluso cuando hablan de una banalidad, como si hacerlo con el gesto adusto concediese ipso facto importancia a lo que se escribe o se dice. Más aún: al componente hierático corresponde casi siempre el convencimiento del ecumenismo de las propias opiniones y “productos”. En tiempos era sumamente difícil poner a la disposición del mundo mundial los propios escritos; hoy no. La publicación masiva sigue siendo privilegio de unos pocos, pero tenemos internet.

Y así es cada vez más común ver a todo tipo de opinantes y “analistas” que se crean su propio blog, donde despliegan –potencialmente al escrutinio universal– sus artículos, opiniones, devaneos e interpretaciones. Por desgracia en este rubro la oferta no crea automáticamente la demanda, y es también común ver en esas páginas personales la indicación, ahí donde pone “comentarios”, de un espantoso número cero.

 

Con todo, el excelso campo literario ofrece más flancos al escarnio. Los analistas y opinantes político-económico-histórico-ideológico-filosófico-sociales (ofrezco disculpas por la retahíla) bordan mal, mediocre, bien o excelentemente sobre asuntos sustanciales, no acerca del yo y su entorno inmediato y cotidiano. Supongo que hacer esto último es válido, siempre y cuando se guarden las proporciones: no es ni puede ser lo mismo tragarse el relato ombliguista de Perico de los Palotes que el de, digamos, Umberto Eco, o el de Zutanita de Hualahuises que el de Maddy Prior o Ursula K. Le Guin.

 

Las autobiografías son, en mi opinión y en la mayoría de los casos, el máximo monumento al egotismo (favor de no confundir con el egoísmo) y a la ridiculez. Aunque menos monumentales, lo mismo ocurre con los relatos breves –breves en más de un sentido– que ofrecen al universo no la vida completa, gracias al cielo, sino fragmentos del decurso cotidiano de sus autores. Y así como en aquellos casos algunos creen que la seriedad con que se escribe asegura la entidad de lo escrito, acá se cree ingenuamente que la escritura vaga y el uso indiscriminado y no siempre certero de la metáfora y la alegoría confieren al texto no una altisonante ridiculez, sino la calidad de escrito literario.

Guardando las distancias y los contextos, es el mismo estilo campanudo del Don Belianís de Grecia, antiguo libro de caballerías ya objeto de las burlas de Cervantes: “Cuando a la asomada de Oriente el lúcido Apolo su cara nos muestra, y los músicos pajaritos las muy frescas arboledas cantando festejan, mostrando la muy gran diversidad y dulzura y suavidad de sus tan arpadas lenguas...”.

 

Escribir sobre uno mismo e informar al mundo de las propias correrías duodecimales constituye por sí mismo un acto punible, que progresivamente se agrava si se le añade cierta cursilería “literaria” y un conmovedor e infantil empeño por el preciosismo, que obliga al escritor a la búsqueda y el empleo de expresiones manidas, encajen o no en el contexto, y a la recopilación y uso de palabras cultas y elegantes que, al no ser parte del bagaje naturalmente adquirido, con frecuencia yerran el blanco. Y luego, como la infección se extiende, vienen los halagos de los fans que escriben notas, apostillas, correos o comentarios tan ditirámbicos como galimateicos e indescifrables. De todo esto me guardo los ejemplos, para no herir susceptibilidad lírica alguna. Pero ahí están, pertinaces y abundantes.

 

En fin. Como advertí al principio todo esto, el tema y mis letras mismas, son fruslerías. Empezado como mero divertimento –y no precisamente mozartiano–, y además en “días santos” durante los cuales los cánones mandan no esforzarse ni en pensar, llegado a este punto no sabía cómo echar el cerrojo. De modo que opto por el recurso fácil y apelo al colofón ajeno, de autor anónimo:

 

“He procurado llevar mis investigaciones rebuznales hasta el punto á que llevé las asnales, sin perdonar gastos ni fatigas: así lo merecía el asunto. Dos bibliotecas públicas me han proporcionado registrar libros, códigos, manuscritos y mamotretos, desentrañando de ellos todo lo perteneciente á la parte rebuznatoria. Cuantos Asnos han rebuznado delante de mí (y no han sido pocos) otros tantos fueron objeto de mis observaciones sobre su modo de rebuznar; y del conjunto de estas indagaciones y de la lectura de noticias adquiridas sobre rebuznos antiguos y modernos, asnales y humanos, pude formar este Elogio, y cumplir en algún modo con la obligación tan esencial que me había impuesto. Confieso no haber quedado enteramente satisfecho. Es muy poco todavía lo que se ha escrito sobre Rebuznos; mas espero que abierta ya una vez por mí esta interesante carrera, se dedicarán otros a ella con mejor éxito, quedando yo con la gloria de haberles indicado el camino.”

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