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9 de julio de 2010
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Álex en Monterrey

(Más allá de la tragedia)

Rafael González Ramírez 

Antes que nada quiero aprovechar este espacio para hacer un reconocimiento al profesionalismo y la entrega de los diferentes cuerpos de auxilio del estado y municipios; de los paramédicos, bomberos, policías, ejército y voluntarios ciudadanos. Ellos con su voluntad y patriotismo, merecen nuestro aplauso y admiración. Sin ellos estaríamos hablando de muchas más víctimas mortales.

 

El sol de Monterrey no salió ese día; fue sólo un viernes gris, después de la tormenta aún no se asoman sus luminosos haces.

 

La gran ciudad vivió un jueves sumida en las tinieblas, con copiosas y abundantes lluvias que cayeron por igual en el valle y sus montañas. No hubo truenos ni relámpagos, sólo algunas rachas de viento huracanado que pudo derribar algunos árboles ya viejos.

 

Negros y silenciosos nubarrones, venidos del este-sureste, vomitaron grandes cantidades de agua, que en unas cuantas horas desbordaron todos los cauces que descienden de las montañas aledañas, inundando calles y avenidas e invadiendo cientos, quizá miles de casas por toda el área metropolitana, obligando a salir de ellas a mucho más de 50 mil asustados regios, quienes además perdieron sus enseres, y en muchas ocasiones hasta sus propias casas.

 

La incertidumbre se volvió ansiedad, desesperación y miedo a perderlo todo, incluso sus propias vidas. La lluvia no paraba, ya eran más de treinta horas  continuas, sin tregua. La tragedia era ya una realidad.

 

Aunque impredecibles los destrozos, habría que esperar que cesara el chubasco y bajaran sus niveles de agua, los ríos y arroyos, para enfrentarnos a la destrucción y el caos.

 

El río mayor, el Santa Catarina, con devastadora fuerza, desbordaba sus riveras arrasando sus taludes y todo aquello que pudiera oponerse a su destino.

 

El temporal no para y el suplicio no termina; el pavimento de las grandes avenidas, por ambos lados, se desgaja cayendo al vendaval, por la fuerza de la corriente y desaparece en algunos tramos. Ya no nos permite ver su cauce; su embravecido oleaje en algunos lugares, de hasta tres metros de altura, golpea con fuerza inaudita las columnas de los múltiples puentes que lo cruzan. Las autoridades los cierran, al igual que los pasos deprimidos, para evitar desgracias personales.

 

La parte sur de San Pedro, Monterrey y Guadalupe, quedan aisladas del resto; a Santa Catarina la golpea el arroyo del Obispo, a García el Pesquería, lo mismo que con Escobedo y Apodaca. El río La Silla convirtió en ruinas un sinnúmero de casas en su tramo que divide a Monterrey y Guadalupe. San Nicolás quedó aturdido por el desbordamiento del arroyo del Topo Chico, que además destruyó los boulevares que corren por ambos lados de su cauce. El Arroyo Seco, que recoge afluentes de las aguas que bajan del cerro El Mirador, casi duplicó el caudal del de La Silla.

 

En ese trágico escenario que representaban los torrentes, los primeros actores de esta “tragicomedia” eran automóviles, restos de estructuras y enseres de todos tipos que flotaban presurosos hacia su trágico destino.

 

Monterrey, su área metropolitana y los municipios del sur-centro del estado, se encuentran ahora sumidos en la desgracia y sin saber que hacer, porque este meteoro con tres veces más agua que el Gilberto del 88, encuentra completamente rebasadas sus posibilidades de enfrentar con éxito este nuevo golpe de la naturaleza; que por enésima vez “reclama” a sus depredadores su territorio, ante la agresión permanente, obstinada y el deseo perverso de sacarle un provecho desmedido, a los espacios que le corresponden desde que el mundo es mundo.

 

Creo que las inundaciones de 1909, 1933, 1967, 1971, 1988 y algunas otras de importancia, debe hacernos reflexionar en serio en este 2010, sobre nuestra terca pero fácil y muy “productiva” manera de darle vialidad a Monterrey y a su desordenado crecimiento.

 

Cada desastre se convierte en un gran negocio para las empresas constructoras, los “desarrolladores” y sus pésimos gobernantes; que ya se frotan las manos, mientras calculan entre la tragedia, cuánto les va a quedar de los 10 mil millones de pesos que según dicen sus “números alegres”, costará la reconstrucción de la obra pública de las áreas afectadas (¿les vamos a premiar la pésima calidad de sus trabajos?).

 

¡Por cierto! No nos han dicho si reconstruirán las casas averiadas o con pérdida total, los automóviles destrozados, los enseres perdidos, las horas hombre de productividad que se fueron a la basura, las pérdidas de empresarios y comerciantes. No escuchamos tampoco, si dentro de esa millonaria cantidad, están consideradas las pérdidas de nuestro campo; y tampoco nos han dicho cómo se indemnizará a los familiares de los fallecidos a causa del meteoro... ¡Díganlo!, pero sin mentiras, por favor. ¡Ah! y recuerden que aún no termina este fenómeno; y que los que vienen (porque va a haber más), serán cada vez más fuertes y frecuentes.

 

No se engañen ustedes, nosotros ya no les creemos ni el “bendito”, todos sabemos lo que va a pasar: prometer, prometer... hasta meter; después ni quién se acuerde.

 

La pequeña rapiña ya empezó; la grande, la de las constructoras, ¿cuándo? Las grandes constructoras (4 ó 5) ya están al acecho. Sinceramente, espero que esta vez no suceda, pero por si acaso.

 

Todo el daño lo causó el desbordamiento de ríos y arroyos secos o casi secos y sus afluentes que bajan de las montañas; y el agua que captaron, evidenció la pésima calidad de la obra pública realizada; el signo mas visible de la enorme corrupción que padecemos.

 

Bájense de los cerros, apártense de arroyos y cañadas, son de alto riesgo, ya no arriesguen su patrimonio, no compren más destrucción y muerte. El siguiente meteoro tendrá más agua, y así cada vez, debido a la desertificación del campo y la contaminación ambiental, que fomentan peligrosamente el calentamiento global. Se derriten los polos, sube el nivel de los mares, y estos fenómenos naturales captan mucha más agua.

 

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