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17 septiembre 2010
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Cachond@s del bicentenario
Hugo L. del Río

Y otras muchachas corrían
perseguidas por sus trenzas,
en un aire donde estallaban
rosas de pólvora negra…
Federico García Lorca

Los hombres y las mujeres quienes nos dieron patria me inspiran la más profunda de las reverencias. Eran personas fuera de lo común: el doloroso parto de México –para mí, una guerra civil— los hizo vivir y morir en permanente tensión.

La emoción, naturalmente, puso en actividad a la hormona de ellas y ellos. Y esto mucho antes de 1810, cuando discutían la forma de romper las cadenas.

No le falto el respeto a nadie si me tomo la libertad de emborronar unas líneas sobre la vida erótico-sentimental de algunos héroes y heroínas.

¿Por dónde empezar? Naturalmente que por don Miguel Hidalgo y Costilla. Era sabio el gran libertador: sacerdote él, estaba en contra del celibato –postura que reafirmó en dos que tres ocasiones--, gustaba de catar buenos vinos y licores y no era enemigo de naipes, dados y, quizá, carreras de caballos.

El hombre nacido en Pénjamo ya había tenido problemas con la nada santa Inquisición. En Dolores tirios y troyanos sabían que con doña Manuela Ramos Pichardo engendró a Agustina y Lino Mariano, y ayudó a la señora Josefa Quintana a traer a este mundo a Micaela y Josefa.

Dicen las malas lenguas que durante la guerra viajaban por su cuenta, en un coche siempre cerrado, una, dos o posiblemente tres recatadas damas.

De don Miguel también se comenta que tuvo querencias con la Corregidora, doña Josefa Ortiz de Domínguez. La esposa del  corregidor no era la señora de doble papada y chongo a la antigüita que vimos en las viejas monedas de veinte centavos.

Era un mango. Ver su retrato en la Enciclopeda Mexicana nos lleva a entender la pasión que le despertó al señor capitán don Ignacio Allende, famoso en todo el Bajío por su ardor –ya con doña Antonia Herrera había engendrado a Indalecio y con señora que no sé quien fue, le dio vida a otro varón llamado Guadalupe--, y comprendemos también la resignación del esposo de doña Jose, a quien no le salieron cuernos por falta de calcio.

El padre Morelos tampoco respetó sus votos de castidad. En tiempo y forma calentó el lecho de doña Brígida Almonte, quien dio a luz a un personaje cuyo nombre prefiero no citar: traicionó a México cuantas veces pudo.

Y tenemos a la tremenda doña María Ignacia Rodríguez, la güera. Dios, cuántos varones pusieron sus zapatos o botas bajo la cama de tan encantadora fémina: aparte de sus tres maridos tuvo querencias con el barón De Humboldt; al parecer, con Simón Bolívar, quinceañero quien viajaba a España e hizo escala en Veracruz; y con muchos otros caballeros y plebeyos entre quienes destaca Agustín de Iturbide, quien cambió el itinerario del Ejército de las Tres Garantías para desfilar bajo el balcón de su amada.

 

La güera fue la Mata Hari de la época. En la cama se hacía de información secreta que con maña llegaba a la Insurgencia. 

Pero, claro, no sólo los grandes héroes tenían sus momentos de grato descanso. A los soldados de la Independencia –esos conmovedores héroes anónimos— los seguían sus mujeres. Adelitas del siglo XIX, estas hembras eran tan bravas o más que sus hombres.

No más me referiré a una pareja: él, artillero de apellido Valdivia, quien luego fue conocido como El Cureño. La historia no recogió el nombre de su pareja. Se la conocía como La Guanajuateña.

Iban con el ejército de don Ignacio López Rayón de Saltillo a Zacatecas y en la hacienda de San Eustaquio, cerca de Fresnillo combatieron contra los realistas. El cañón que servía Valvidia se realentó y no había agua para enfriarlo. La Guanajuateña se puso a horcajadas sobre la pieza con todas sus vergüenzas al aire y dejó caer sobre el tubo un largo y generoso chorro de orina.

La boca de fuego se enfrío pero se le había roto una cureña. Valdivia se puso de rodillas e hizo que colocaran el cañón sobre su espalda. Al tercer disparo, el hombre se desplomó con la espalda rota.

Hablamos de hombres y mujeres que derrochaban coraje y también amor. Pienso que es bueno hacer un esfuerzo para verlos así como eran:

Valientes y cachondos.

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