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627 17 septiembre 2010 |
El tele-estado fallido La valiosa, certera, y muy oportuna apreciación que Víctor Alejandro Espinoza nos compartió en esta misma página el día de ayer, de ninguna manera merece el mismo destino efímero que las “fastuosas” celebraciones del Bicentenario, convertidas –reducidas- en un simple programa de televisión. “La tele que nos dio patria” refleja una realidad social –política y cultural-, de la mayor gravedad. Y en ese mismo sentido pido permiso a los lectores para añadir un breve comentario. Es increíble, pero aún más lamentable, el sentido de espectáculo paradójicamente empobrecido en que ha devenido la conmemoración, y no tanto celebración, bicentenaria de nuestra presunta Independencia. ¿Nuestra alegría se mide en toneladas de pólvora pirotécnica? ¿El tamaño de la supuesta fiesta se mide por la altura o el peso de una figura que, a semejanza de nuestro Luca forumense, representa un ideal indefinible? ¿Seguimos confundiendo una gran celebración, con una fiesta grandotota? En la capital de la república no faltaron las voces lúcidas que denunciaron la forma en que las autoridades federales decidieron “quitarle el Zócalo al pueblo de México y convertirlo en zona VIP para unos cuantos privilegiados” (Ricardo Rocha dixit), y en el mismo tenor señalaron indignados cómo la ceremonia oficial fue transformada oficialmente en una de las transmisiones televisadas “más vistas de la historia”, según anticipó Alonso Lujambio, quien dejó de lado su investidura como Secretario de Educación, para convertirse en un riñonudo programador televisivo compitiendo por el rating Por todo esto y más, insisto en la profunda razón que asiste a Víctor Alejandro Espinoza, cuando señala que “hubiera sido más coherente conmemorar el bicentenario (“hacer memoria” según la definición de la Real Academia Española)” y que esa visión no se impuso pues imperó el festejo visual. Y es que –por último-: partiendo del hecho de que había temor (porque la inseguridad es real), y que la pachanga en el Zócalo capitalino había que llevarla al resto del país, para lo cual la televisión es indispensable, caben muy bien los siguientes cuestionamientos: 1) ¿Nos damos cuenta los mexicanos cómo y hasta dónde se le ha entregado el poder mediático a los intereses privados? En lo personal, me queda clarísimo que la visión de los señores que nos gobiernan es reaccionar ante las circunstancias, pero son incapaces de plantear las cosas con una verdadera visión cultural profunda, una auténtica visión de Estado. Y permítaseme concluir con una idea muy sencilla, que surgió en el seno familiar cuando fervorosamente unidos cantábamos el Himno Nacional en la culminación de la apantallante ceremonia televisada. ¿Por qué se cantó tan sólo una estrofa, de las diez que lo conforman? Apenas concluyó la parte central de la transmisión exhorté a mi familia en el significado de otras estrofas como una de mis favoritas, aquella que dice: “Como al golpe del rayo la encina se derrumba hasta el hondo torrente, la discordia vencida, impotente, a los pies del arcángel cayó. Ya no más de tus hijos la sangre, se derrame en contienda de hermanos; sólo encuentre el acero en sus manos, quien tu nombre sagrado insultó”. Pensé entonces un poco como productor –deformación profesional, le llaman algunos-, y sacudió mi imaginación una visión: ¿qué habría pasado si durante algunas semanas previas se hubiese realizado una amplia difusión de la letra del Himno, y coordinando las transmisiones de todos los canales televisivos, en el momento adecuado se hubiera sincronizado la señal para hacer una especie de gran karaoke, y con el hermoso poema escrito por Francisco González Bocanegra hace 156 años unir las plazas de todas nuestras ciudades simultáneamente con cada hogar, para unir las gargantas y los corazones de todos los mexicanos para vibrar, entre muchos otros, con aquel verso que dice: DE MIL HÉROES LA PATRIA AQUÍ FUE? Pero no. ¡Qué pena! Unos soñando con la gloria de la patria (nuestra) y otros recordándonos que se trató simplemente de otro sueño guajiro. ¡Lástima, Margarito! Ai’ pa’ l’otra.
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