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11 octubre 2010
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Miguel Hidalgo, la película
Víctor Orozco

La magnífica película de Antonio Serrano no descubre ninguna faceta de la vida de Miguel Hidalgo ignorada por los historiadores, pero el personaje convence de tal suerte al espectador como para hacerle pensar: así debió ser el caudillo insurgente. ¿Entonces por qué había de eternizarse una imagen equívoca de Miguel Hidalgo como cura solemne, anciano venerable (a pesar de sus escasos cincuenta y siete años en 1810), temeroso de Dios y del demonio, casto, encerrado en la sacristía?; ¿si nació y creció en el siglo de las luces cuando la razón se sobrepuso por fin a la fe, si era criollo en una época en la cual los de su clase odiaban los privilegios de los que gozaba la de los peninsulares, si lo usual era que los sacerdotes fueran realmente padres, si leía a Moliere, a Voltaire, a Paine tal vez y a otros demoledores de dogmas e hipocresías clericales, si era testigo indignado del trato implacable hacia los morenos, si le gustaban las fiestas, la música, el teatro y... la vida?

La cinta recrea -no historia- a un hombre quien para ser un revolucionario en su contexto -el imperio español entre las centurias XVIII y XIX-, tenía que ser como Miguel Hidalgo. Sólo alguien rebelde ante las imposturas, las farsas, la mojigatería, las expoliaciones, podía ser un perturbador. La condición sacerdotal de Hidalgo nos ha puesto desde siempre en un predicamento para entender la grandeza de su carácter. De un lado pudo ser lo que fue gracias a esta condición: en otra circunstancia, sin recursos familiares, hubiera sido imposible el acceso a las ideas que nutrieron su inteligencia y lo llevaron a encabezar la insurrección. Sin embargo, el estado eclesiástico le imponía al mismo tiempo obediencia y una imagen de hombre de Dios, con la consecuente aceptación de todas las falacias, incluyendo las leyendas de la mitología cristiana, así como aquella que postulaba el origen divino de la autoridad y del orden existente.

De estas fábulas rompió públicamente con las que era necesario, aprovechó otras para llamar a las masas y en el ámbito de su interioridad, seguramente descreyó de todo. Gibbon dice que en Roma la mayoría creía que todos los dioses eran verdaderos, los políticos que todos eran útiles y los filósofos que todos eran falsos. Hidalgo, reunió en su personalidad compleja la vida del dirigente sagaz que se valió de vírgenes y santos para vencer a un enemigo extremadamente poderoso -el trono y el altar juntos- y la del pensador que pudo desafiar a un sistema porque antes lo ha desnudado, ha descubierto las trampas en las que se asienta y por tanto ha dejado de temerle. En un predicador o en un ideólogo, no podríamos perdonar esta mixtura, en un luchador político en tránsito a convertirse en un hombre de Estado sólo tenemos que explicarlo, aunque no lo aceptemos.

En estas agallas intelectuales y en su valor personal residen para mí los créditos de la personalidad de Miguel Hidalgo, a la altura de los grandes de la historia. Es una primera razón por la cual la película actuada por Demián
Bichir, Ana de la Reguera y Cecilia Suárez como protagonistas, me encantó.

Admiré al cura Hidalgo incursionando en mucho de lo entonces prohibido: libros, bailes, relaciones. Llamar "la pequeña Francia" a su casa de San Felipe Torresmochas era evocar e invocar a la emancipación del pensamiento, así como a la conquista de la libertad personal y colectiva, representadas en ese tiempo por los filósofos y los revolucionarios franceses.

¿Significaba esta adhesión un rompimiento con la moral y un descenso hasta el libertinaje? En manera alguna. El personaje de Bichir es profundamente moral, sin aspavientos ni golpes de pecho: da lecciones de igualdad a sus alumnos, se mezcla con los indios en sus carnavales, se burla de la gazmoñería de sus pares eclesiásticos, danza, bebe, tiene sexo y se divierte como el que más. Esto es, se trata de un hombre que muy bien puede erigirse en un modelo de conducta.

Leí a un crítico, quien juzgó los giros humorísticos y actitudes de Hidalgo y de los otros personajes como procacidades, que no deberían suponerse en un personaje ilustrado como el ex rector del colegio de San Nicolás. Pero, ¿por qué esperar finezas en un fandango donde cantan los jaraneros sones de los negros veracruzanos, o en una tertulia pueblerina donde se baila el entonces tenido como infamante jarabe tapatío?  No, Hidalgo es un hombre de allí, de estos ambientes, que goza con las agudezas de los rancheros y se burla de beaterías. También disfrutaba de reuniones parecidas Manuel Abad y Queipo, el superior del cura Hidalgo, pero debe esconderse y disimularse, porque es obispo y porque no tiene los arrestos del subordinado.

En la película se dibuja apenas una sombra que ha acompañado desde siempre a la biografía de Miguel Hidalgo: su actitud permisiva ante los asesinatos de españoles cometidos por sus tropas. Una escena es impactante, cuando vemos al torero Marroquín, cuyos ojos revelan a un sicópata, matando a un hombre indefenso tras otro mediante una estocada, igual que lo hacía con los toros en la arena. Hidalgo lo mira al paso de su carruaje y no hace nada.

¿Alcanza ello justificación? No, tan sólo admite explicaciones. ¿Acaso las disciplinadas y profesionales tropas realistas no acogieron a especímenes similares al torero? Recordemos al "Cura Chicharronero", José Francisco
Álvarez, quien desde los inicios de la guerra se ganó a pulso su atroz apodo porque mandaba quemar prisioneros insurgentes junto con las familias, bajo una orden perentoria: "Échenles leña hasta que hieda a chicharrón". Y era clérigo.

Luego, pongamos en el juicio otro hecho, los seguidores de Hidalgo, antes que un ejército eran muchedumbres hartas de agravios, llenas de odios acumulados durante generaciones ¿Podría alguien haberlas sofrenado? La respuesta del cura en el interrogatorio de Chihuahua, se queda corta. Cuando dijo que así sucede en todas las revoluciones, debió agregar que sobre todo en este tipo de revoluciones, aquellas que mueven a los de muy abajo, a los pobres entre los pobres, como sucedió en Saint Dominique (luego Haití), el antecedente de los acontecimientos en la Nueva España.

Otras escenas inspiradoras: quizá Hidalgo se decidió por la insurrección y a jugarse el todo por el todo, cuando contemplaba las vasijas rotas del taller de cerámica construido por los indios, o cuando lloraba desconsolado al ver los restos del modesto escenario donde montó a Tartufo, ambos destruidos por los militares. Quizá fue entonces cuando comprendió que nada valía ya el arma de la crítica y que muy pronto debía de transitarse a la crítica de las armas. Quizá.

 

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