ESTULTEANDO
Recorrido de un sofista
Eduardo Lera
San Miguel de Allende.- Dedico los textos que bajo el título ESTULTEANDO aparezcan a mi carnal Erasmo de Rotterdam con quien comparto un sinúmero de afinidades conceptuales (y la autoría de algunos de los textos). Aunque él acertadamente dedicó su excelente y singular obra Elogio de la locura (o Encomio de la estulticia según otros que sí saben) a mi otro carnal Tomás Moro, también pudo habérmela dedicado a mí de haber sabido el gran aprecio que su obra me merecería. De cualquier forma, aunque en los planos de nuestras respectivas existencias nos separen algunos años (qué tanto es un quinientón), hemos compartido y disfrutado juntos de muchos de sus conceptos (quien lo dude deberá conocer lo que señalan los últimos descubrimientos de la física cuántica respecto a afectar el pasado y el futuro) al calor de un vaso de buen vino. Sin duda él sabrá disfrutar las similitudes del mundo actual que pretendo reflejar, con lo que describe en su obra y aparece aquí mismo.
Primera parte
Habla el estulto: Diga lo que quiera de mí el común de los que constituyen el auditorio cautivo y domesticado del duopolio televisivo, pues no ignoro cuán mal hablan de los que no les creen, incluso los más estultos de los cuales hay algunos notorios ejemplares entre sus conductores. Soy, empero, aquél, y precisamente uno que no se traga la píldora y se ha rehusado a caer víctima del condicionamiento mediático al que nos tienen sometidos. Mismo que subconscientemente todos rechazamos. Y de ello es prueba poderosa, y lo representa bien, el que apenas he comparecido aclarando mis intenciones ante esta copiosa reunión para dirigiros la palabra, todos los semblantes han reflejado de súbito nueva e insólita alegría, los entrecejos se han desarrugado y habéis aplaudido con carcajadas alegres y cordiales, por modo que, en verdad, todos los presentes me parecéis ebrios de néctar no exento de tlachicotón, como los participantes de algunos programas de reality show quesque pa’ mejorar el país, mientras antes estabais sentados con cara triste y apurada, como recién salidos de una auditoría de Hacienda o de un informe sobre el estado de la seguridad pública en el país.
En cuanto al motivo de que me presente hoy con tan raro atavío, vais a escucharlo si no os molesta prestarme oídos, pero no los oídos con que atendéis a los predicadores o a los noticieros en horario triple A, sino los que acostumbráis a dar en el mercado a los charlatanes, merolicos, juglares y bufones, o aquellas orejas que levantaba antaño nuestro insigne presidente (aquél que nos advirtió que nos preparáramos a administrar la riqueza, un Midas cualquiera) para escuchar a los grupos musicales de aquéllos tiempos que llevaba en austeras giras por el mundo, el mismo que acertadamente nos sugería leer a Ibargüengoitia.
Me ha dado hoy por hacer un poco de sofista ante vosotros, pero no de esos de ahora que inculcan penosas tonterías en los niños y los enseñan a discutir con más terquedad que diputados del partido oficial promoviendo iniciativas presidenciales. Imitaré, en cambio, a los antiguos, que para evitar el vergonzoso mote de sabios prefirieron ser llamados sofistas. Se dedicaban éstos a celebrar las glorias de los dioses y los héroes (excepto las de los héroes de la nómina). Por ello, vais a oír también un encomio, pero no el del político destacado en turno, sino el de nosotros, los que representamos a cierto sector del pueblo que no juega como ellos desean.
No tengo por sabios a esos que consideran que el alabarse a sí mismo sea la mayor de las tonterías y de las inconveniencias. Podrá ser necio si así lo quieren, pero habrán de confesar que es también oportuno. ¿Hay cosa que más cuadre sino que la misma Estulticia sea trompetera de sus alabanzas y cantora de sí? ¿Quién podrá describirme mejor que yo? A no ser que por acaso me conozca alguien mejor que yo mismo. Sin embargo, me creo mucho más modesto que esta tropa de magnates y aspirantes a cargos de elección popular que, trastocado el pudor, suelen sobornar a un retórico halagador o a un poeta vanilocuo de esos que aparecen en los programas dizque de análisis político de la televisión y le ponen sueldo para escucharle recitar sus alabanzas, que no son sino mentiras.
El elogiado, aun fingiendo rubor, hace la rueda y yergue la cresta, como el pavo real, mientras el desvergonzado adulador equipara con los dioses a aquel hombre de nada y le presenta como absoluto ejemplar de toda virtud, aun sabiendo que dista mucho de cualquiera de ellas, que está vistiendo a la corneja de ajenas plumas, blanqueando a un etíope o haciendo de una mosca elefante. En resumen, me atengo a aquel viejo proverbio del vulgo que dice que «hace bien en alabarse a sí mismo quien no encuentra a otro que lo haga».
Vais, pues, a escuchar de mí un discurso que será tanto más sincero cuanto es improvisado y repentino.
A mí siempre me ha sido sobremanera grato decir lo que me venga a la boca. Que nadie espere de mí, pues, que comience con una definición de mí mismo o de aquellos a los que creo representar, según es costumbre de los retóricos vulgares, y mucho menos que formule divisiones, pues constituiría un mal presagio el poner límites a lo que pueda surgir.
Sin embargo, ¿qué necesidad había de decíroslo? ¡Como si no expresasen bastante quién soy el semblante y la frente; como si alguno que me tomase por Tácito, Sócrates o el maistro Torres no pudiese desengañarse con una sola mirada aun sin mediar palabra, pues la cara es sincero espejo del alma! En mí no hay lugar para el engaño, ni simulo con el rostro una cosa cuando abrigo otra en el pecho. Soy en todas partes absolutamente igual a mí mismo, de suerte que no pueden encubrirme esos que reclaman título y apariencias de sabios y se pasean como monas revestidas de púrpura o asnos con piel de león. Por esmerado que sea su disfraz, les asoman por algún sitio las empinadas orejazas de Midas. Por ser estultísimos, aunque pretendan ser tenidos por sabios y por unos Tales, ¿no merecerían con el mejor derecho que les calificásemos de sabios-tontos o mejor aún, siguiendo el esquema excelentísimo del maistro Torres de pendejísimos?
He querido de esta manera imitar en plan de pitorreo a algunos de los retóricos de nuestro tiempo que se tienen por unos dioses en cuanto lucen dos lenguas, como la sanguijuela, y creen ejecutar una acción preclara al intercalar en sus discursos latinos, a modo de mosaico, algunas palabritas gringas, aunque no vengan a cuento. Si les faltan palabras de lenguas extranjeras, arrancan de canales de televisión gabachos cuatro o cinco palabras ininteligibles con las cuales derramen las tinieblas sobre el auditorio, de suerte que los que las entiendan se complazcan más con ellas, y los que no, se admiren tanto más cuanto menos se enteren. Efectivamente, nuestro mediatizado pueblo se complace más en una cosa a medida que de más lejos viene. Y si en ella los hay que sean un poco más ambiciosos, ríanse, aplaudan y, según el ejemplo de los asnos, muevan las orejas a fin de que parezca a los demás que lo comprenden todo.
Y basta de este asunto. Vuelvo ahora a mi tema.
Si me preguntáis también el lugar donde nací -puesto que hoy día se juzga trascendental para la nobleza el sitio donde uno dio los primeros vagidos-, diré que no provengo de las Lomas de Chapultepec, ni de Polanco, ni de la Del Valle en Monterrey, colonias todas muy pípiris nice, propias más bien de la clase pudiente, sino de los barrios populares de cualquier pueblo o ciudad, o igual de una comunidad rural de Guanajuato o Tamaulipas, o cualquier estado del país, o de Tepito o la Bondojito, o la Talleres o la Independencia de Monterrey. De ahí vengo. Nací en medio de estas delicias y no amanecí llorando a la vida, sino que sonreí amorosamente a mi madre. Así no envidio al altísimo Júpiter la cabra que le amamantó, puesto que a mí me criaron a sus pechos dos graciosísimas ninfas, la Ebriedad, hija de Baco, y la Ignorancia, hija de Pan, a las cuales podéis ver entre mis acompañantes y seguidores.
Esta que veis con las cejas arrogantemente erguidas es el Amor Propio. Allí está la Adulación, con ojos risueños y manos aplaudidoras. Esta que veis en duermevela y que parece soñolienta, es el Olvido, Ésta, apoyada en los codos y cruzada de manos, se llama Pereza. Ésta, coronada de rosas y ungida de perfumes de pies a cabeza, es la Voluptuosidad. Ésta de ojos torpes y extraviados de un lado para otro, es la Demencia. Ésta otra de nítido cutis y cuerpo bellamente modelado, es la Molicie. Veis también algunos dioses, mezclados con esas doncellas, de los cuales a uno llaman Deimos (temor), al otro Fobo (terror) y al otro «Sublime modorra». Con los fieles auxilios de esta familia, todas las cosas permanecen bajo la potestad de mi guía y maestra La Estulticia, quien ejerce autoridad incluso sobre las autoridades.