El Secreto de Soraya
Víctor Orozco
Chihuahua.- En inglés, la película estrenada en México el pasado mes de mayo y que se encuentra ahora en las carteleras se llama The Stoning of Soraya, es decir La Lapidación de Soraya. El título original de la novela del periodista franco-iraní Freidoune Sahebjam, en francés, es La Femme Lapidée (1990). Tal vez la palabra se consideró demasiado cruda para el público de otros países, por lo cual se sustituyó por una menos comprometedora, aunque con ello se perdió fidelidad al tema.
La narración que sirvió de base al film está basada en un hecho real, ocurrido en Irán poco después del derrocamiento del Sha Reza Pahlevi por los fundamentalistas islámicos y la instalación de un régimen fincado rigurosamente en la ley Sharia. Esta regla o los códigos derivados de ella prescriben la conducta de los hombres y mujeres en sus mínimos detalles. La inobservancia de sus preceptos es castigada con penas tan estrujantes como la amputación de una mano a los ladrones o la muerte por lapidación a las mujeres adúlteras.
Algún crítico ha dicho que esta película no abona al entendimiento entre los países occidentales y el Islam, porque quienes la hemos visto, salimos de la sala horrorizados por las costumbres y leyes bárbaras que todavía rigen en el Medio Oriente y en buena parte del mundo. Además, con la idea de que no puede existir la conciliación entre la cultura occidental y la de los pueblos seguidores de la fe musulmana. Y, ciertamente muy pocos, obnubilados, pueden transigir con los gobiernos y sistemas fundamentalistas en Irán, en Afganistán o en otras naciones islámicas, que han degradado a las mujeres hasta llevarlas a la condición de bestias, esclavas o siervas.
La película plantea, sin embargo, un problema de fondo común a todos los universos culturales: ¿debe la ley civil subordinarse al dogma religioso? En Occidente el asunto comenzó a resolverse hace quinientos años, al proclamarse la emancipación de la razón frente al dogma y más tarde la libertad de creencias garantizada por un Estado laico. Pero, el camino ha sido muy largo, lleno de vericuetos y retrocesos. El ritmo en ocasiones ha sido tan lento que se antoja una marcha de regreso a las tinieblas medievales. Si medimos a las sociedades islámicas con las reglas y los patrones europeos o americanos, concluiríamos que no han podido abandonar estas oscuridades.
Cuando vemos al mullah presidiendo junto con el alcalde el "juicio" contra Soraya y luego azuzar al grupo de hombres furiosos incitándolos a lanzar las piedras a la cabeza de la pobre víctima enterrada hasta la cintura, no debemos olvidar que escenarios iguales se vivieron en todas las civilizadas naciones europeas y después en América contra brujas, hechiceras, adúlteras. Aquí también se les quebraron los huesos, se les aplicaron hierros ardientes, se les hizo arder en las hogueras santas. Siempre, en el nombre de Dios.
En la civilizadísima Roma, se recuerda el caso de la pintora Artemisa Gentileschi, única mujer que alcanzó las cimas de los grandes del renacimiento como Miguel Ángel o Rafael. Se atrevió a presentar una acusación contra su violador y pronto el tribunal del papado le exigió la máxima prueba de verdad: si resistía la tortura -la aplicación de torniquetes en los dedos de las manos- entonces se juzgaría al acusado. La mujer aguantó y pudo mostrarle sus manos deformes al abusador diciéndole: "Estas fueron las arras que me diste". ¿Cuántos de estos episodios terribles hay en la historia de Occidente? ¿Y se han terminado?
Hay un momento clímax de la película, cuando Soraya -quien lleva el nombre de miles de niñas iraníes nacidas en los años cincuentas, en honor de la esposa del Sha-, amarrada y a punto de ser colocada en el hoyo, interroga a sus verdugos y les reclama: "¿Por qué me hacen esto? Soy su vecina, soy madre, esposa, he cuidado a sus hijos...". Es una exigencia planteada a la luz de una justicia, de una moral y una ética colocadas por encima de los credos y las teologías, pero que allí en esa pequeña aldea iraní son desconocidas, no pueden resplandecer, porque están aplastadas bajo el peso del dogma y del prejuicio religioso. La autoridad civil no hace otra cosa que aplicar la Sharia: "Las mujeres deben probar su inocencia y a los hombres probárseles su culpabilidad". Igual que en Roma con la Gentileschi, cavilo.
Igual que en México con la Suprema Corte de Justicia, doblegada ante los ayatolas de aquí al sostener la validez de las constituciones locales proclamadoras de una tontería: "la vida empieza en el momento de la fecundación". Como si alguien negara que hay vida en el cigoto y aún antes, en el espermatozoide y en el óvulo. Pero, a título de esa simpleza, persiguen a las mujeres y les agregan a su pena causada por el aborto, la de purgar años de prisión. Sólo en Baja California catorce presas esperan condenas equiparables a las previstas para los homicidas, porque ellas mismas, a los ojos de los clérigos y de sus seguidores, son asesinas. Allí mismo, ocurrió el caso de Paulina Ramírez, la niña violada a los trece años y a quien curas, funcionarios y médicos la obligaron a proseguir con el embarazo y a parir.
Tengo en la mente un suceso patético planteado ante un comité de ética a cuyas reuniones solía asistir. El médico informante narró la situación de una mujer con tres meses de embarazo y a quien estaba atendiendo. Le detectó un aneurisma en potencia y su diagnóstico era el de un alto riesgo de fallecimiento en el parto o antes de llegar al mismo. Suspendiendo el embarazo podía curársele. Pero el aborto era impracticable, so pena de incurrir en un delito. La preñez continuó, la mujer murió y dejó huérfanos a cuatro niños. ¿Acaso es difícil de entender que allí donde el dogma no distingue, la ley civil sí debe hacerlo? ¿Que el Derecho otorga tutelas diferentes según el bien a proteger? ¿Que debió cuidarse la vida de la madre por encima de la vida del feto?
En buena lógica y por puras razones humanitarias, las respuestas son obvias. Pero, para los fundamentalistas ni la lógica ni la humanidad importan, tanto así que pudieron consignar en el código político de Baja California un barbarismo: "...esta norma fundamental tutela el derecho a la vida, al sustentar que desde el momento en que un individuo es concebido, entra bajo la protección de la ley y se le reputa como nacido para todos los efectos legales correspondientes, hasta
su muerte natural o no inducida". Luego entonces, no hay diferencia entre la vida de un niño, de una madre o de un padre y la del cigoto. ¿Quién redactó este precepto (propio de la Sharia, del Talmud o de la Biblia), el Papa o el legislador de un estado laico?
Recuerdo otra película, Kadosh, en la cual se abordan problemáticas similares, esto es, la subordinación de los derechos fundamentales de las personas a los cánones religiosos. Es protagonizada por una mujer judía de este tiempo, igual sometida a los vejámenes ordenados por un culto ortodoxo subsistente hasta nuestros días. Hay un diálogo revelador en el cual el rabino asienta con firmeza: "La única alegría de la mujer es criar a los hijos. Los niños son nuestra fuerza. Con ellos venceremos. /¿A quién? / A los demás. A los ateos. A nuestro gobierno laico".
La fusión entre el altar y el trono, entre el poder civil y el religioso, representada tan bien en El Secreto de Soraya por el mullah y el alcalde actuando de consuno, a lo largo de los siglos ha significado el peor de los atropellos a la dignidad y a la libertad. A fin de cuentas, cada iglesia o cada organización religiosa, no obstante sus derrotas temporales, en el fondo siempre mantiene la vieja aspiración de dominio absoluto: soy la única verdadera, mi mandato proviene de Dios, mis preceptos no admiten discusión. Por eso, el rabino se afirma en su vehemencia: debemos triunfar sobre los demás, sobre el gobierno laico. Pero, en este hombre se sintetizan todos los ayatolas, mullahs, papas, obispos, sacerdotes, pastores, que reclaman la superioridad de sus creencias y de ellos mismos al final, sobre las leyes humanas.
Hay, como siempre, muchas otras lecturas y visiones de esta película conmovedora producida en Estados Unidos el año pasado y dirigida por Cyrus Nowrasteh, con la actuación de Shohreh Aghdashloo, Mozhan Marno, Navid Negahban y James Caviezel. Espero de algún cinéfilo otra opinión.