México duele, México sangra
Hugo L. del Río
onterrey.- Amiga mía: las puertas de los palacios están cerradas para personas como tú y yo. Somos millones, pero no nos dejan entrar: cipayos armados con lanzas de fuego nos amenazan y fieros dragones que se alimentan de sangre aletean sobre nuestras cabezas.
En sus castillos los magnates viven una orgía sin fin: sus putas ─hermosas, muy hermosas— se bañan en la leche que los mercenarios al servicio de los sátrapas robaron a las madres, y en mesas de mármol de Italia los altos y poderosos señores juegan el destino de pueblos y países a una carta o a la caída de los dados.
Si ganan, estallan en groseras carcajadas; si pierden, también: el mundo es ancho y para ellos no resulta ajeno.
Beben ambrosía, comen delicados manjares, visten capas de armiño, llevan coronas de oro y cetros con diamantes en las manos. Afuera, nosotros, tenemos frío, sentimos miedo: los lobos hambrientos que responden al llamado de los potentados avanzan en cerrada manada y se llevan a un niño, devoran a una mujer, se comen los brazos y las piernas de los jóvenes.
Ebrios de poder, los grandes de la tierra –pero si son mezquinos enanos de alma deformada— arrojan migajas a sus pretorianos y de vez en cuando, ordenan a uno de sus bufones que venga a burlarse de nuestra miseria, de nuestro pesar, de nuestra pavura.
Se quieren mofar de aquellos hombres y mujeres que cayeron por millones al tomar el cielo por asalto.
Los abuelos ganaron grandes batallas pero perdieron –perdimos— la guerra. La lumbrada casi fue extinguida, pero no del todo: brotan chispas aquí y allá. En la noche nos visitan los fantasmas de nuestros mayores: traen el vendaval de la ira santa, el redoble de tambores, las notas agudas de los clarines, los caballos nacidos para el combate.
No dejen que les roben la esperanza, gritan.
Nos obsequian la Quinta Sinfonía y el Himno a la Alegría; los trazos mágicos de Goya y Pablo, el de Málaga; los salmos de David y los cantos que obsequió Salomón a la hembra de Saba; el coraje de Jesús al ver su templo profanado por los mercaderes, así como ahora vemos nuestra patria ensuciada por los adoradores del becerro de oro.
Amiga: he visto correr la sangre en media docena de países: es igual, es roja aquí y allá y es el mismo grito que el sufrimiento arranca a los hombres. Estamos en un lago de sangre, como Macbeth, y no hay regreso: pero podemos alcanzar la orilla sana y limpia.
España duele, escribe don Miguel de Unamuno. México también duele: México llora, pero aprieta los dientes y empieza a cerrar los puños. Esto también pasará.
Haremos que pase.