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959 28 Diciembre 2011

FRONTERA CRÓNICA
Bendita inocencia
J. R. M. Ávila

M
onterrey.-
Xalli es el nombre de nuestra pequeña schnauzer. Es tan aguerrida y sociable como sólo ella puede serlo. Cuando salimos a hacer ejercicio en bicicleta, corre a toda velocidad para tener tiempo de ir a provocar a los perros del rumbo, de interactuar con sus amigos (perros o humanos), de marcar su paso por los jardines.

Al principio nos mortificaba ver que le ladraba a la gente y a los perros porque creíamos que la golpearían, que la aporrearían, y le llamábamos la atención para que dejara de hacerlo, pero esto la enardecía más, así que terminamos por hacer como que no veíamos ni oíamos y dejamos de llamarle la atención.

Desde entonces, cada que enfrenta a otros perros, no le hacemos caso y ella, como si así no valiera la pena, termina por seguirnos. La verdad es que a veces nos cuesta mucho quedarnos en silencio porque se encuentra con perros que miden hasta el triple de su estatura. Pero ella no se arredra cuando se le echan encima y parece que la harán pedazos. Mantiene una actitud serena y los otros perros se detienen en seco y terminan haciéndose sus amigos.

Enfrentar a perros grandes no es nuevo para ella. La prueba más difícil que ha tenido es la de enfrentar a Rufus, nuestro husky-alaska, que la recibió como si se tratara de un ratón. No contaba con que Xalli, que en ese tiempo aún no tenía nombre, aún con su cuerpo de perrita, se creyera descomunal. Así que cuando pensábamos que ese primer enfrentamiento terminaría con la perrita devorada por el perrazo, fue ella quien mantuvo al otro a raya y, por decirlo así, lo empezó a domesticar.

Todo esto lo escribo porque este lunes sucedió algo inesperado. Unos vecinitos andaban tronando cohetes. Al principio eran silbadores y nada sucedió. Pero cuando empezaron los cohetes estruendosos, Xalli se fue arrastrando hasta su casita y ya no quiso salir. Como vimos que el miedo era grande, dejamos que entrara a la casa, pero en lugar de quedarse abajo, con nosotros, subió la escalera y se perdió por un buen rato.

Al ver que no bajaba, decidí buscarla. No estaba en la biblioteca, no se veía en la recámara ni en el baño. Después de hablarle sin obtener respuesta, la encontré en un rincón agazapada, temerosa, temblando, sin poderse contener. Me le acerqué, le acaricié el lomo y la cabeza pero siguió temblando hasta que bajó y subió varias veces la escalera a todo correr, hasta que se empezó a tranquilizar.

Observándola, no dejo de pensar en lo difícil que se ha vuelto vivir en este lugar no sólo para nosotros sino para los animales. Antes escuchabas estruendos y sabías que se trataba de cohetes pero ahora no puedes tener esa seguridad. Y ante la duda, no haces más que buscar el lugar que supones mejor protegido, como lo hizo Xalli. Y vaya que se trata de una perra que se sobreestima. ¿Qué sería de ella si no fuera así? Tal vez en una de esas se nos infartaba.

Ahora que el miedo y la muerte entre humanos parecen trivializarse, esperar lo mismo en los animales es imposible, porque nosotros recibimos información sobre lo que está sucediendo pero, ¿cómo les explicamos a ellos?

Tal vez alguien dirá: “¡Bah!, esas son tonterías. ¿Cómo vamos a preocuparnos por lo que siente una perra? ¡Sólo se trata de un animal!”. Desgraciadamente, no tendrá razón, porque lo que le pasa a un animal, nos pasa a nosotros. Y algo peor, porque nosotros nos preocupamos hasta por lo que pudiera suceder, y los animales no. Para su fortuna, pienso yo.

Bendita inocencia, justo en este día.

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La Quincena Nº92

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