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LO QUE NO SE PLATICA
Juan de Lobos

culturalogoSiempre me han dicho que soy idéntica a Marcela, mi madre, excepto por el nombre. Me llamo Ana. Me cuentan que cuando ella tenía mi edad, le había roto el corazón a más de uno, fue así que después de tanto insistir aceptó a mi Padre Fernando, un hombre formal y con excelente futuro, completamente opuesto a su hermano gemelo, Hernán, mi tío.

Mi Padre siempre me consintió, era la niña de sus ojos, y yo encantada de recibir su cariño. De niña le dije algunas veces que quería casarme con él; sólo sonreía y me hacía cosquillas. Con el tiempo a mi Madre ya no le agradó que me sentara en sus piernas ni que yo lo besara. Yo no entendía por qué nos lo prohibía o, mejor dicho, creo que siempre lo supe: en verdad ella se ponía celosa.

Después de la muerte de mi Padre, mi Tío se hizo prácticamente cargo de nosotros, al menos moralmente, ya que el pobre jamás consiguió un trabajo decente en su vida, pero nos hacía recordar a mi padre: la misma cara, los mismos ojos… aunque la mirada distinta. 

Los primeros días fueron los más difíciles. Desde esa noche en la capilla ardiente, ver a mi Tío consolando a mi Madre y, al mismo tiempo, ese rostro idéntico pero pálido dentro del ataúd, me causaron un daño enorme, así que desde ese día decidí que mi Padre no había muerto, al menos no para mí, porque podía verlo todos los días, podía acercarme a él y escucharlo con una voz un poco diferente.

Un día, mi Madre le pidió a mi Tío que no volviera, entonces comencé a extrañar el rostro de mi Padre. Sin entender por qué mi Madre ya no lo quería en casa, lo fui a buscar. Llegué a casa de la Abuela; él vivía con ella desde su divorcio y nunca tuvo hijos. Mi Abuela siempre se encontraba en su habitación, nunca bajaba, nunca salía. Yo tenía llave de la casa, pues cuando estaba en la secundaria llegaba a comer de vez en cuando, y mi Papá pasaba después por mí.

Abrí despacio, sin hacer ruido, y entré a la casa. Sabía que estaba haciendo mal, buscaba a mi Tío entre los sonidos de una casa a medio habitar, con su tictac del reloj en la sala, su aroma de siempre, a viejo, a medicinas y a cosas que te recuerdan la Navidad. Caminé despacio, procurando no hacer nada de ruido. Subí las escaleras y pasé delante de la habitación de mi Abuela, escuché la televisión a todo volumen, seguí caminando… dos habitaciones más adelante la puerta de mi Tío se encontraba a medio cerrar. Estaba acostado en su cama, sin zapatos y leía uno de los libros con tapas de cuero, no alcancé a leer las letras doradas. Abrí despacio después de haberlo espiado unos minutos. Entré sigilosa y cuando me vio no hizo ruido, se hizo a un lado de la cama para dejarme espacio. Cerré la puerta con cuidado. Me preguntó qué hacía ahí, mientras me acostaba a su lado. Olía diferente, había estado bebiendo pues un vaso reposaba en la mesita de noche. Le pregunté por qué ya no iba a la casa y respondió que mi Madre le había prohibido regresar. Me confesó que siempre había estado enamorado de ella y que se lo había dicho; entonces ella se molestó y le pidió que no regresara. Yo lo abracé y me recargué en su pecho. Percibí su loción y el tuntún de su corazón acelerándose. De reojo miré su pantalón y descubrí cómo su miembro comenzó a crecer por debajo de la tela. Mi mano ya no me obedecía, bajó hasta tocarlo por encima del pantalón. Mi Tío comenzó a acariciarme el cabello y buscó mi boca, nos besamos mientras él bajaba su bragueta y  quedaba expuesto. Comencé a jugar con él. Sentí su lengua recorrer mi boca y mi cuello. Su respiración se agitaba… la mía también. Una cosquilla subía ferozmente por mi cuerpo. Su barba me raspaba y su aliento a whisky me embriagaba también. Comenzó a llamarme Marcela y yo, entonces, comencé a decirle Papá.

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