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URBANO
Aureo Salas

culturalogoLa avenida Juárez estaba atestada de gente normal, un sábado a las siete de la noche y casi al punto de oscurecer. Chito estaba en una esquina, cansado y asoleado, esperando el camión urbano que lo llevaría a su casa, al sur de la ciudad. Siempre agachado, con mala finta y aparentando ser alguien al que no debes prestarle atención. Todo esto para tomarte desprevenido si te veía con algo valioso encima y robártelo a mano armada y con violencia.
En este instante traía en la bolsa una cadena de oro, el dinero de dos carteras “apañadas” a dos rockerillos y una patada en una pierna que le puso una vieja gritona, la cual aún le ardía y lo hacía caminar chueco. La hubiera “enfierrado” si no la defiende un pinche taquero metiche.
Un día normal según desde donde se mire.
¿Desde cuándo su vida era así? Era imposible saberlo, tenía más de treinta años y desde antes de cumplir quince ya robaba y se metía droga. Siempre fue el más temido de la colonia y antes de los veinte ya cargaba con la muerte de dos rivales de pandilla… por lo cual nunca fue castigado. Después, la muerte fue una práctica común en su vida. Se sentía un hombre con suerte, asaltaba, mataba y nunca lo atrapaban.
El camión se detuvo en la esquina, un armatoste blanco con verde y con un chofer mal encarado. Chito se extrañó de que nadie acudiera en montón para subir al urbano, lo cual le hizo sentir raro e importante. Trepó la escalinata, pagó y el chofer le extendió un boleto con un gesto de fastidio; a Chito, el rostro del conductor le pareció un poco familiar, pero supuso que era la mueca, pues su padre tenía la misma mirada siempre que andaba borracho.
El camión iba casi vacío y Chito se sentó al final, su lugar de costumbre, desde ahí veía, medía movimientos y seleccionaba a las víctimas según se viera lo que cargaban. ¿Cuántas veces usó pistola? Muchas… pero hacían un ruido exagerado y toda la gente se daba cuenta de lo que pasaba.
Tres calles arriba subieron otras dos personas y a diez calles subió otra. Más adelante treparon tres más y, cuando oscureció por completo, los asientos del urbano ya estaban llenos. Chito notó algo raro, la gente sólo montaba el camión, pero ninguno bajaba. El camión entró por la colonia Roma y dio vuelta en Río Nazas. Chito observó que, en todo el viaje, el chofer no quitaba su vista de él, mirándole de reojo por el espejo. Chito no era un hombre que se pusiera nervioso, pero la familiaridad del rostro del conductor le abrumaba.
Se levantó y tocó el timbre. Necesitaba bajar del urbano, un olor muy desagradable estaba llenándolo todo y desde ahí podía llegar caminando a su casa. Pero el camión no se detuvo. Chito siguió sonando el timbre, gritando y chiflando para que el conductor detuviera la marcha, pero el chofer sólo le miraba por el espejo y continuaba manejando. Enojado, Chito se dirigió a la puerta frontal, para detener al conductor y, de paso, plantarle unos madrazos.
El olor comenzaba a marearle, pues le recordaba la pestilencia de una animal muerto en la carretera, sólo que ésta era más ácida, más amarga. Pero al ir caminando por el pasillo, sintió un desgarre en un costado, como si una lengua abrazante jugara con sus costillas, luego un dolor idéntico le apretó el hombro, lo sabía, es el dolor que se siente cuando te están “enfierrando”.
Trató de sacar su arma y defenderse de quien le atacaba, pero todos los pasajeros se arremolinaron en torno suyo. En ese momento se dio cuenta que la peste provenía de los pasajeros del camión, pues todos tenían llagas putrefactas en algún lugar de su cuerpo… eran heridas de bala y fierro que sangraban y supuraban algo viscoso y repugnante… y entre todo el caos, observó al chofer, quien le miraba con un profundo y desagradable odio por el espejo… y lo recordó, recordó su cara… meses atrás, mientras asaltaba a un estudiante, un chofer se le puso al pedo y tuvo que “enfierrarlo”… ¡y era él!
Los pasajeros comenzaron a herir a Chito como iracundos, como animales rabiosos lo acuchillaban, una, otra y otra vez, todos encima de él como hormigas sobre su presa. Chito gritaba desesperado, de dolor y de terror, mientras el urbano se perdía por entre la oscuridad de las calles como una promesa de redención degradante.

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