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CUENTOS DE AMOR
Y LOCURA SOLEDAD
Ileana Cepeda
No me importa mostrarme débil mientras escribo,
si aún no soy fuerte, ni lo he sido,
no he aprendido a amar como aquí juegan,
yo amo con los codos, con el sueño, con la voz.
Mientras dure, Edel Juárez
La peatona
Ella, más sola que nunca, paseaba de noche por la acera, recordando los años de manos acompañadas, de besos compartidos. Revive la última vez que lo vio. La calle del centro; la recordará siempre. Iba rumbo a la farmacia cuando reconoció un carro estacionado en la plaza, se acercó con miedo a ver al interior del coche del novio que horas antes la había dejado en la puerta de su casa. Los lentes que ella había olvidado estaban en el tablero. Vio los muslos de una mujer en el asiento de atrás del coche, meneándose al ritmo de la música de los sonidos de su novio. Abrió la puerta, jaló a la chica, sacó a su novio y lo despidió con un puñetazo. En la brutalidad del abandonó jamás lo perdonó; sin embargo fingió ser feliz: se casó, tuvo hijos, compró una casa, mas nunca un coche... ella jamás se volvió a subir acompañada a un coche.
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La llorona
Se le veía cotidianamente afuera de la capilla. Entraba sigilosamente, escondiéndose entre la muchedumbre, y lloraba sentada en la misma silla, junto a un cuerpo extraño. Posaba una mano sobre el ataúd, y con la otra detenía su cabeza, como si fuera a caérsele un día. Corría de pronto y alcanzaba el camión en la esquina mientras se limpiaba los ojos antes de llegar a su casa. Hoy fue diferente: hoy conocía al muerto, hoy no pudo entrar. Había llorado lo suficiente a otros antes que a él; debería dejar el honor a su esposa e hijos, que le lloraran un poco.
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Día a día se despegaban más y más sus pies del asfalto, levitaba de lado a lado en la casa con la vista perdida, los niños apenas si la miraban hacer el desayuno mientras ella untaba de mantequilla el pan de las mañanas.
Él hacía como si nada pasara en esa casa de la esquina con jardín y muebles de ratán. Se levantaba animoso chiflando en las mañanas como queriendo despertarla del sueño en vida. Con pocos resultados tiene que ir a trabajar y llevar a los niños al colegio.
Ella no le arregla la corbata, no le endulza el café, no le da un beso de despedida. Sólo pasa los ojos donde van los niños y los despide con una mueca parecida a una sonrisa. Cuando la cocina queda vacía se apresura y sube al cuarto de la mayor, saca la cinta del Taekwondo, la coloca justo al centro del armario de su hija, mete su cabeza en el nudo de la cinta y suelta sus pies para alcanzar el suelo que había abandonado meses antes. Regresa la mueca, regresan las historias, los prejuicios, las angustias, los finales.
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