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LA COCINA
Ileana Cepeda

Coge un mazo y uno a uno tira los azulejos.

La certeza le llegó en el mercado, entre el olor de pescado fresco, de carne recién matada, el frescor de vegetales, y el infaltable sopor que provoca el incienso. Pensaba en cómo llegaría a casa después de saberlo, le hallaría en el rostro la huella de la monotonía; había cruzado dos carriles de la avenida sin darse cuenta y estaba parada en medio de la calle, rodeada de insultos y coches. Apresuró el paso dando la espalda a cada palabra, y a cada grito injurioso que no alcanzaba a escuchar.

Rompe la mesa, y platos, copas y alimentos vuelan hacia piso y paredes.

La convicción de que su marido la abandonaría en cuanto terminara de construir la cocina se volvía cada vez más intensa y la anticipada sensación de ahogo ante el fantaseado abandono la asfixiaba. Llegó a casa como de costumbre, directo a la cocina, preparando la cena entre azulejos por colocar y piedrecillas que aparecen de repente en el lugar menos esperado. Comenzó por reunir los ingredientes, lavó el pescado, lo dejó reposando para que tomara su jugo y perdiera el exceso de agua.

Rompe la estructura que serviría para desayunar.

Tomó un kilo y medio de sal. Amasó sintiendo los granos raspando sus manos y resecando su piel, cada grano de sal penetraba sus manos, salía por sus ojos y volvía para sazonar los alimentos. Aderezó el pescado con hierbas, algo de laurel, tomillo fresco, mejorana; los aromas combinados de las plantas y el pescado le inundaron la tristeza. Lo envolvió poco a poco con la sal, una capa sobre otra y otra más, esmerándose para que ni la sal ni su pena penetraran las espesas escamas del pescado.

Quiebra el cristal de la estufa que se fragmenta como su vida.

El pescado quedó cubierto en sal, cuidadosamente resanado cada resquicio. Nunca permitió una sola ranura en la cubierta de su vida, no lo haría en una cubierta de sal. Lo metió al horno y se entretuvo en seleccionar el vino. Ella habría preferido uno blanco de crianza, pero pensó que a él le gustaría más uno joven; acercó la botella a la mesa que arregló a la perfección.

Rompe de un solo golpe toda la cristalería.

Sentada en la mesa ve como se consumen las velas esperando su llegada, se queda dormida entre los aromas que despide la cocina. Él llega sin hacer ruido y sin ver la mesa se encamina justo a la cama, y sin verla a ella se duerme. Ella despierta con la certeza de que al día siguiente él le anunciará que terminará la cocina. Angustiada advierte el abandono.

Algo se rompe dentro de ella.

El despierta con el ruido, grita y trata de contenerla, entre la desesperación, el temor y el desconcierto (¿la culpa?). Ella continúa –golpea- rompiéndolo todo –golpea- y reclamando los planes de abandono que él niega –golpea-.

Con fuerte impulso levanta el mazo y lo apunta hacía él. Golpea.


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