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MOSCAS

J. R. M. Ávila

¿Quién soy? ¿Quién he sido hasta ahora? ¿En qué me estoy convirtiendo? ¿De verdad he muerto o es que habito en una pesadilla? Así piensas sintiendo que te duele el cuerpo entero, a pesar del intenso vacío que parece invadirte. Y como si bastara verte por fuera para saberlo te diriges hacia el espejo sin encontrar tu imagen y, aunque te sientes impactado por la sorpresa, de inmediato tienes una explicación: todo se debe a la penumbra.
Retrocedes hacia la luz de las velas y, aún así, no hay indicio de que te encuentres de pie, con los brazos en jarras, contrariado, intentando verte en este extraño espejo, el más oscuro, el más impenetrable de cuantos conoces. Pero cuando lo ves con mayor detenimiento, notas que se reflejan la habitación en penumbras, los retratos, las velas, los collares, la virgen sobre el altar y algunos otros objetos que se diluyen en la sombra. Nada más.
¿Acaso no estoy aquí? ¿Habré muerto y seré el último en saberlo? ¿Soy acaso un fantasma que tiene aún algo por hacer? Eres un nudo de dudas que no puede desatarse a sí mismo. Lo curioso es que, aunque no te descubras en el espejo, asumes que te hallas frente a él, con los brazos en jarras, como siempre que te sientes vulnerable. Eso lo puedes asegurar y, para cerciorarse de que estás ahí, levantas la mano derecha y tu mirada pasa de largo hasta el piso. Alarmado, levantas la izquierda y sucede lo mismo. Diriges la mirada hacia tu cuerpo y no lo encuentras. Imposible alarmarse más.
No es necesario el espejo para saber que aquí, en medio de la habitación, estás tú pero no tu cuerpo. Es un golpe sordo, sin dolor, pero te deja aturdido. Nada escuchas, ni el romper de las olas en la playa, ni el llamado pertinaz de las gaviotas, ni el movimiento esporádico de vehículos pasando por la carretera, ni el aviso del celular que casi queda sin batería. Nada. Parece que hubieran bajado el volumen del ruido en el mundo.
Y de repente sales del aturdimiento porque hay un rumor que alcanzas a percibir, que oscurece la habitación cuando crece: un vuelo de moscas que aunque parece infinito se detiene. Por un momento no sabes qué hacer ante la invasión. Con el asco que te provocan desde que viste a un viejo bebiendo refresco de una botella tapizada de moscas, no quieres ni moverte para que no te toque una siquiera.
De repente volteas a ver el espejo y te descubres cubierto de moscas. Ni hay resquicio para distinguir un poro de tu piel. Cientos de moscas parecen asomarse al espejo intrigadas por las mismas preguntas que te haces. No sabes si te asquea más verte en el espejo cubierto de moscas o sentir a las moscas revistiéndote la piel. Pero no las sientes y por un momento te detienes así, con los brazos en jarra.
Al moverte, cientos de vuelos se desprenden de lo que antes fue tu cuerpo, con un zumbido que aturde pese a su levedad. Ojalá fuera al revés, que las moscas cubrieran el espejo y al emprender el vuelo tu imagen apareciera por fin, brazos en jarra, pelo ensortijado, mirada llena de incertidumbre, barba y desaseo de tres días, ojeras como golpes.
Pero no es así, el vuelo de las moscas te hace desaparecer. Si quieres verte de nuevo será gracias a las moscas. No hay otro remedio. No tardas en comprobarlo. Te colocas de pie, con los brazos en jarra otra vez y, aunque por un momento temes que las moscas no respondan al llamado, sus vuelos regresan y se posan en ti. Quedas entonces convencido de que si te has de materializar será gracias a ellas. Y lo asumes, porque de alguna forma sabes que sacarás provecho a la situación.
Ya no puedes esperar la llamada de tu madre. Además, si pudiera contestarte, ¿qué le dirías? Escuchas un pillido. Es la batería del celular. ¿Dónde quedó el cargador? Recuerdas un cuento del abuelo en el que se hablaba de moscas y un espejo, o sólo de moscas, o nada más de un espejo. ¿Cómo era? No recuerdas bien. Parece que, igual que la batería del celular, tu memoria se hubiera descargado. Sonríes aunque no tengas rostro con qué hacerlo. Por un momento imaginas lo simple que sería el diálogo entre tu madre y tú.
­–Me tienes tan preocupada, hijo. ¿Por qué no te comunicaste de inmediato?
–Es que, mamá, ¿viste las noticias?
–Claro que las vi pero, ¿estás bien?
Diálogo imposible, porque no hay marcha atrás. Estás muerto pero aún así hay algo por hacer. ¿Cómo ha pasado todo, y por qué? No lo sabes. La única certeza es que necesitas decirle al mundo que el culpable no es ése que tienen encerrado, que el verdadero asesino se encuentra aquí.
Y apenas pensando en esto, sales de la casa, la escalas con algún esfuerzo y te acomodas de pie sobre el techo, con los brazos en jarra, sintiéndote menos vulnerable que nunca al ver cómo miles acuden al llamado y se posan en tu cuerpo, unas encima de otras, mientras muchas más se detienen en las paredes de la casa y en los alrededores. Respiras aliviado porque sabes que la casa cubierta de moscas señalará por fin al auténtico culpable.

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