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SENSACIONES DE AGONÍA (II)

Tomás Corona Rodríguez

Eloísa se puso de acuerdo con las amigas del barrio y todas estuvieron dispuestas a irse de farra y tragarse entera aquella noche de viernes. Eran chicas comunes, desinhibidas y aventadas. Ni “cool”, ni “fashion” y mucho menos “fresas”; eso sí bastante “guevoncitas” porque ninguna trabajaba y hacía tiempo que habían dejado la escuela. Se ataviaron con sus mejores “garras”, el “ecstasis” lo conseguirían con “el Muelas” y no faltaría quien les invitara una “cheve” a cambio de un leve “pichoneo”. No eran bonitas, pero tampoco feas, sabían explotar muy bien sus escasos atributos y cuando abordaron el camión a todas por igual les llovieron los piropos y algunas groserías de un grupúsculo de jóvenes vestidos de “cholos”. El nuevo antro del que le habían platicado a Eloísa quedaba lejos del centro y aunque eso les provocaba un poco de angustia, ninguna dijo nada. Le habían dicho a sus padres que se quedarían en casa de Lurdes, su mamá trabajaba toda la noche y allí podrían asearse, curarse la cruda en caso necesario y al otro día cada quien para su casa como si nada. Llegaron al lugar, parecía decente, y la vida fácil y regalona les ofreció la mejor de sus sonrisas. Bailando, bebiendo, cachondeando, entre luces y oropel, se sentían dueñas del universo a sus escasos diecisiete años; su alegría y juventud las hacía sentirse diosas de la noche en aquella populosa y desvencijada ciudad. De pronto la parduzca granada rodó hasta el centro de la pequeña pista por entre los alocados pasos de los bailarines y fue a parar justo a los pies de Eloísa, la vio con extrañeza, presintió algo horrible, se quedó petrificada cuando reconoció aquel objeto que había visto en alguna película de acción… No tenía caso correr. Sólo bastarían unos cuantos segundos para que todo acabara… Otra vez el horror de la realidad superaba a la ficción en una halagüeña sociedad carcomida por la violencia bestial y el insaciable derramamiento de sangre.

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