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LA RETÓRICA ANTIPOLÍTICA
José Woldenberg
Imaginemos a un botánico que declarara que "no hay diferencias sustanciales entre las plantas". Y que al desarrollar su argumento subrayara "porque todas tienen raíz, tallo, hojas, fruto y clorofila". Se trataría de un típico caso en el cual el analista es capaz de distinguir lo que hace similares a un conjunto de individuos, pero es incapaz de apreciar sus diferencias.
Ahora bien, un destacado analista nos ha dicho algo similar sobre los partidos políticos: "a partir del comportamiento de todos los partidos en los últimos años, se puede concluir que no hay diferencia sustancial entre ellos". Eso escribió José Antonio Crespo en Excélsior (15-IV-2009). ¿De verdad es así o como en el caso del botánico más bien nos habla de la incapacidad para apreciar las diferencias significativas? Porque, en efecto, uno podría hacer una larga lista de los rasgos comunes que tienen todos los partidos, pero no detenerse en sus diferencias resulta impropio. La idea de Crespo, expuesta en un artículo llamando a la abstención activa, me interesa no tanto porque es desacertada, sino porque expresa una sensación muy extendida que es alimentada de manera rutinaria por no pocos medios y comentaristas e incluso por grupos políticos y asociaciones. Es una pulsión que se expande y que en no pocas latitudes ha sido explotada por políticos antipolíticos. Y no es una contradicción. Se trata de un discurso que rebasa fronteras, que explota el malestar con la política y que puede resultar disruptivo para la reproducción de la democracia.
Recurro a un texto de Andreas Schedler que lo ha expuesto de manera nítida ("Los partidos antiestablishment político", en Labastida, López Leyva y Castaños. La democracia en perspectiva. I.I.S. UNAM. México. 2008. P. 123-152). Él detecta que a partir de los años noventa empezaron a invadir el escenario lo que denomina "partidos antiestablishment político" cuyo discurso central es el de acusar a los partidos establecidos de formar un "cártel excluyente" y "describen gráficamente a los funcionarios públicos como una clase homogénea de villanos perezosos, incompetentes...".
La operación "analítica" (si así se le puede llamar) no suele ser demasiado sofisticada. Más bien resulta elemental y Schedler reconstruye sus principales elementos: "Trazan un espacio triangular simbólico mediante la construcción (simultánea) de tres actores y de las relaciones entre ellos: la clase política, el pueblo y ellos mismos. El primero representa el villano malvado, el segundo a la víctima inocente y el tercero al héroe redentor".
Desde todos los rincones escuchamos las alabanzas al pueblo, a la sociedad, a los trabajadores como encarnaciones de todo lo virtuoso, mientras que los políticos, los partidos, los órganos representativos son la manifestación del mal. "Los partidos antiestablishment político (y no sólo ellos) describen un conflicto en específico como la división fundamental de la sociedad: el conflicto entre los gobernados y los gobernantes o, alternativamente, el conflicto entre público y política, electores y partidos, ciudadanos y políticos, sociedad y Estado, electorado y elegidos, mayoría (silenciosa) y élite... sociedad civil y partidocracia". "El atuendo semántico puede variar, pero el mensaje básico sigue siendo el mismo: los funcionarios públicos forman una coalición antipopular; han degenerado en una clase política".
Para que esa operación política e ideológica pueda abrirse paso se requiere en primer lugar homogeneizar a los políticos, verlos como un bloque indiferenciable, como una "clase". Si en la política democrática invariablemente aparece un o unos partidos en el gobierno y otro u otros en la oposición, el discurso antipolítico afirma que esa distinción no resulta significativa, que son lo mismo. Si en el espectro ideológico se reproducen izquierdas y derechas, desde la visión reduccionista tampoco resultan fundamentales, por el contrario son sólo imposturas que no dejan ver que todos son "la misma gata, pero revolcada". En una palabra, para que la pulsión antipolítica pueda avanzar se requiere primero convertir las diversas opciones en un conglomerado indiferenciado, y luego atribuir a ese monolito todos los males que aquejan a la venturosa y límpida sociedad.
Se trata además de un marco interpretativo que puede ser alimentado con facilidad. "Cada escándalo de corrupción, cada estadística de desempleo... cada devaluación de la moneda, cada catástrofe natural, cada affaire sexual de un ministro... todos esos incidentes aislados se interpretan invariablemente como síntomas contundentes, como pruebas convincentes del fracaso generalizado de los partidos". Y es que en efecto, una vez que se construye el filtro antipolítico para acercarse a la "cosa pública", nunca faltarán episodios para alimentarlo.
El problema mayor reside no sólo en que ese código impide descifrar lo que realmente sucede en la esfera de la política, sino que sigue alimentando el desprecio hacia ella.
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