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1134 29 Agosto 2012

 

Los niños muertos
Eligio Coronado

Monterrey.- Al leer el poemario Un océano divide*, de Dulce María González (Monterrey, N.L., 1958) un tema nos sacude: los niños muertos, que aparece en la segunda parte del libro. "Nocturno del hambre" (p. 71-169).

El texto, dividido en siete partes, se debate entre la poesía y la narrativa, pero logra su cometido de cautivarnos con su fuerza expresiva: "Durante la hambruna de papas / en Irlanda / los muertos eran muchos / los muertos eran tantos / que no podían enterrarlos / dicen que las madres eran las últimas / muertos los niños se amarraban una cuerda / atada al techo / a la estructura de la casa / caía la madre / caía el techo / la tierra y la familia sepultadas" (p. 76).

Así inicia la mayor tragedia de todas: la muerte de la descendencia, el único vínculo vital con el futuro, el relevo generacional. Dulce sabe dosificar la exposición de su tema, sin menoscabar el dramatismo, y es directa en sus metáforas: "La madre es árbol / y los hijos frutos / que van cayendo / frutos secos / los mataron las madres / para salvarlos" (p. 78).

Dulce se pasea con sobriedad sobre la elocuencia de su lenguaje: "Tendido en la hierba el cuerpo / de la madre / (...) claro de luna sobre la verde / superficie / radiante sábana de astros / y la sangre escurriendo / de los niños" (p. 81).

Aquí vemos claramente cómo la madre es la luna y la hierba o verde superficie es el cielo ("radiante sábana de astros"). En este contexto la sangre de los niños viene a ser las galaxias o constelaciones de ese cielo que preside la madre con su luz. Excelente alegoría que le proporciona otra dimensión al texto. 

La autora nos recuerda que: "Las madres son las últimas en morir / matan a sus hijos / para controlar los funerales" (p. 78), pero no son malas, su cariño se extiende como enredadera más allá de la muerte: "Velaré por ti / (...) así sea un trozo / de carne / bajo los restos" (p. 79).

Pero esos niños muertos no se han ido, siguen aquí y la autora lo sabe: "Soy la niña que muere / bajo el techo / el niño que levanta la cabeza / entre el matadero" (p. 88) y por eso las madres los siguen buscando: "Los hijos / que en lo alto / buscan / (...) esas madres / (...) esos niños / que ellas buscan / están muertos" (p. 101).

Y es que esos niños siguen aquí porque nadie los olvida, ni sus madres ni la autora: "pienso en ellos que llegan / con el viento / estrellan su ramaje / en los cristales / recuerdan levemente / a la madre / los enterró bajo el techo / (...) todavía calientes / recién muertos" (p. 134).

¿Qué será de esos niños? ¿De su recuerdo? ¿De su presencia efímera en nuestras vidas? La autora aventura una hipótesis: "Al despertar a su nueva vida / flotan aturdidos / dejaron de sufrir hace un instante / pero el eco / la sangre que no está / (...) el no sentir no doler no sufrir por nada / no entienden los cambios / no recuerdan" (p. 128).

* Dulce María González. Un océano divide. Barcelona, Esp.: Vaso Roto Ediciones / UANL, 2012. 173 pp., 56 fotos de Oswaldo Ruiz. (Colec. Poesía, 35.)

 

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