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Iconos de la desmemoria
Guillermo Berrones
En mi estudio, muy reducido, pero acogedor, hay un par de libreros, una computadora con su silla giratoria y un componente que permite fotocopiar e imprimir documentos. Los cuadros que me han regalado amigos fotógrafos y pintores cumplieron su estancia de pared y ahora están amontonados en un rincón porque el espacio se ha ido achicando en esa casa de interés social que parece que nunca acabaré de pagar.
Conservo un póster gigantesco, plastificado, de la campaña política que un buen amigo, mejor músico y cantante de música regional que político, apostó en los momentos en que parecía que la democracia asomaba entre las rejas de esta prisión milenaria que ha vivido en nuestra cultura política tan deprimente, pero viva y persistente como una invasión micótica. Mi amigo, de probada raigambre campesina y de un corazón más que sincero y franco, quiso ser diputado federal por un distrito del sur del estado y ganó (él está seguro y yo también), pero su partido no quiso defenderlo a pesar de contar con testimonios y pruebas documentadas de que su oponente había hecho el más descarado de los chanchullos, cuyo partido tiene amplia experiencia en esos menesteres. Pues de aquella campaña mantengo el viejo pendón tras la puerta en lealtad a nuestra añeja amistad.
Además de Schreck, unos elefantitos de la India que me trajo mi cuñado Meme, la efigie de don Ramón, el del Chavo del Ocho, se disputan los palcos de mi librero un viejo carrito de hojalata de la infancia, un buda de la suerte, cuatro figuras en madera de palofierro: un delfín, una mujer embarazada, un zapato viejo y una esbelta figura de una venus suculenta cuyas tetas no dejan de llamar a la perversión.
Pero el Capitán América, el héroe preferido de mis cómics, también tiene su espacio junto a los discos, donde antes estaba un poster de mi Comandante cubano Fidel Castro, que me traje en la visita que hice a La Habana, el año en que pensé que Fidel pudiera morirse y yo no haber conocido en persona su obra socialista en su país. Pasaron catorce años y él siguió gobernando la isla y lo vi caer accidentalmente en un evento público, lo vi tropezar, pero nunca tirado y mucho menos rendido. Seguí creyendo en este personaje, más por el antiyanquismo, que por el testimonio de la realidad que Cuba nos ofrece.
El Che y Cienfuegos también tuvieron su galería junto a la imagen deshilachada de las medias de la Trevi, pero ahí estaban el mito, la sonrisa y la sensualidad en un mismo plano. Malverde y mi General Villa, beatificados, se resguardan en lo alto del librero, junto a la colección de Los Tigres del Norte, y desde ese nicho protegen la santidad de este recinto evitando que las malas vibras crucen el umbral de la puerta.
Aunque no tengo una foto con él abrazado, como Paz Flores la presume en el Facebook, conservo de mi visita a Chiapas en aquella aventura solidaria un pañuelo con la imagen (que Emanuel Carballo cuestionara del héroe encapuchado en un homenaje a Ricardo Pozas), del sinrostro que apareció en la selva y le tumbó el cirquito a Salinas, quien ya empezaba a preparar su salida victoriosa de un gobierno que su partido le inventó. Y en el pañuelo están impresas las históricas palabras del SUP (sic): “No morirá la flor de la palabra. Podrá morir el rostro oculto de quien la nombra hoy, pero la palabra que vino desde el fondo de la historia ya no podrá ser arrancada por la soberbia del poder…”
Son los héroes y heroínas con los que conviven mi abuelo paterno y mi hermana que ya también se convirtieron en parte de la historia familiar, entre otros íconos de mi galería personal: el tío Lázaro que ganó la carrera de meseros en 1965, sin derramar una pringa de alimento o bebida; la tía (?) de suculentas tetas que me orilló al onanismo adolescente; Zapata y sus bigotes; los Cárdenas y la virgen de Guadalupe. Son mis personajes, mis emblemas, la hagiografía no permitida, los íconos de mis creencias, absurdas tal vez, pero qué le vamos a hacer, nadie es perfecto.
¿Y del 68? No sé. No recuerdo nada ni quiero recordarlo. Hay heridas que todavía duelen y hay llantos que no se secan. De aquellos tiempos siento pena ajena.
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HEMEROTECAS
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