Dedicado a mi sobrino Enrique Morales, fallecido el 23 de enero de 2009, en Monterrey, N. L.
Hoy la familia amaneció con un aire sombrío de tragedia. Con un moño negro puesto en las puertas del alma. Con un punzante alfiler clavado en el centro del corazón. Puedo afirmar que podríamos haber llenado otro mar con nuestras lágrimas cuando recibimos la trágica noticia y formamos un frente común para abatir inútilmente a la tristeza. ¡Cómo te duele un muerto en la familia, sobre todo cuando deja a una viuda y a su pequeño hijo en la más devastadora soledad!
Sólo bastó un pequeño descuido, la maldita desidia hacia la atención de la salud personal, una gravísima complicación hepática y de nuevo esa “putilla de rubor helado” cercenó con su guadaña a un joven corazón humano para su exótica colección inmarcesible, un cuerpo lleno de vida para su voraz antropofagia.
¿Cómo llenar el vacío que dejan unos brazos amorosos en un hogar que era feliz? ¿Cómo suplir la ausencia de una figura paterna originaria en la formación de un hijo? ¿Cómo explicarle a un niño de siete años que su progenitor no volverá jamás? ¿Cómo evitar vestir de negro luto el vivir cotidiano de ahora en adelante? ¿Cómo resignarse ante la muerte cuando nos arrebata intempestivamente lo que más queremos?
Embargado por la melancolía recordé un poema de la poetisa española Ángela Figuera Aymerich, que se titula “Cuando nace un hombre”, que es un canto de euforia por la vida y en ese péndulo eterno del nacer-morir, cubierto por el velo de la muerte, el poema se tornó triste…
Cuando muere un hombre
Cuando muere un hombre
siempre es anochecer aunque en la alcoba
el día deje brillo en los cristales.
Cuando muere un hombre
hay un insoportable olor a cirio
por los pasillos de la casa;
en las paredes, los paisajes
huelen a cieno y hierba amarga
y los abuelos del retrato
vuelven la cara y se entristecen.
Cuando muere un hombre
las rosas se marchitan
en el jarrón de la consola
y aquellos pájaros bordados
en los cojines de la sala
se vuelven cuervos que te sacan los ojos.
Cuando muere un hombre
todos los muertos de su sangre
llegan a verle y se comprueba
en el contorno de su boca.
Cuando muere un hombre
hay una arpía acechando
al mismo borde del tejado
y en un lejano monte o risco
es devorado un cervatillo.
Cuando muere un hombre
todas las madres de este mundo
sienten vacío su regazo
y hasta los labios de las vírgenes
llega un sabor a sangre y huesos.
Cuando muere un hombre
de los varones brota el llanto,
los viejos ponen ojos graves
y los muchachos atestiguan
llevar la muerte entre las venas.
Cuando muere un hombre
todos perdemos un hermano.
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