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Don Sergio Méndez Arceo, el llamado por la extrema derecha, el clero tradicional y el gobierno mexicano como “El Obispo Rojo” nació en Tlalpan en 1907; fue ordenado en Roma en 1934 y obispo de Cuernavaca en 1952, año en que se hizo súper evidente y público su compromiso cristiano con los pobres, los presos, los estudiantes y en general con los seres humanos; año en que en contraparte con el epíteto de ROJO, le fue dado por el pueblo el de “Obispo de los Pobres”.
Yo conocí a Don Sergio, lo invitamos a que apadrinara una generación de los Cursos Intensivos de la Normal Superior, cuando fui director de esta gloriosa institución. Vino Don Sergio, estuve sentado a su lado en el Aula Magna del Colegio Civil, pronunció un extraordinario discurso que obviamente no quedó guardado en la prensa, pero sÍ en los archivos de Gobernación.
Don Sergio murió el 6 de febrero de 1992. Don Sergio Méndez Arceo fue uno de los pocos curas que entendieron eso de que el reino de los cielos tiene que realizarse aquí en la tierra inmediata y concreta, no allá en ese cielo lejanísimo e indiferente.
Partidario de la Teología de la Liberación y calificado como “Rojo” por el propio Juan Pablo II, desde su cátedra en la Ciudad de Cuernavaca alzó la voz en favor de diferentes y bastantes movimientos sociales, entre ellos, en octubre de 1968, para protestar en contra de la sangrienta represión estudiantil en Tlatelolco, y un año después al apoyar a los presos políticos (el Dr. Eli de Gortari y José Revueltas) en el ignominioso “Palacio Negro" de Lecumberri.
Méndez Arceo estuvo en la primera reunión del CELAM en Río de Janeiro, en 1955; en las asambleas del Concilio en los años 60; protagonista indiscutible de la segunda Conferencia de Medellín en 1968 y asistente al primer encuentro de cristianos por el socialismo, en Santiago de Chile, en 1972.
Sin duda fue un sacerdote polémico, calumniado y perseguido, criticado duramente por el clero conservador que se escandalizaba por su defensa de los desheredados, por sus renovaciones litúrgicas y sus vigorosas homilías, mismas que tuvieron que transcribirse para evitar ser tergiversadas, y posteriormente publicadas, los lunes, en el Excélsior de Julio Scherer.
Durante las movilizaciones estudiantiles de 1968 fue una de las pocas voces que cuestionaron los abusos de un régimen autoritario. Dijo al respecto: “Me hace hervir la sangre la mentira, la deformación de la verdad, la ocultación de los hechos, la autocensura cobarde, la venalidad, la miopía de casi todos los medios de comunicación. Me indigna el aferramiento a sus riquezas, el ansia de poder, la ceguera afectada, el olvido de la historia, los pretextos de la salvaguardia del orden, la pantalla del progreso y del auge económico, la ostentación de sus fiestas religiosas y profanas, el abuso de la religión que hacen los privilegiados”
Escucharlo hablar en el púlpito o fuera de él era una fiesta. En septiembre de 1966, en un congreso en Caracas, refiriéndose al cura guerrillero Camilo Torres, declaró: “Las revoluciones violentas de los pueblos pueden estar en algunos momentos de la historia absolutamente justificadas y ser totalmente lícitas, porque la revolución en el propio sentido de renovación es finalizar lo inacabado o aquello que se puede perfeccionar”.
Después de la matanza de Tlatelolco, el obispo arremetió desde el púlpito: “Ante los acontecimientos que nos llenan de vergüenza y de tristeza hay que considerar positivo y consolador el hecho de que los jóvenes hayan despertado así a una conciencia política y social y que aporten a México una esperanza que es nuestro deber alentar. Que la certidumbre en los estudiantes y en la ciudadanía de la magnanimidad y del respeto a la justicia y del imperio de la libertad, borre el temor de que tenga lugar en México, después de las Olimpiadas, un periodo de dureza, de represión, de mano férrea, de persecución al pensamiento y a su expresión”.
Después de visitar a los presos políticos en Lecumberri, el 10 de diciembre de 1969 dijo: Puedo declararles a ustedes que en toda mi actuación me ha movido el convencimiento de que no puedo abandonar a mis hermanos los hombres sin dar un signo válido de que el cristiano en cuanto tal debe condenar cualquier forma de injusticia, particularmente cuando la injusticia se hace institución.”
El 17 de abril de 1981, declaró: “Entre las formas más graves en que se ofende al hermano más pequeño, su vida, su integridad y dignidad, está la tortura, tanto física como síquica o moral, sobre todo cuando se hace con todos los agravantes, pues la hace la autoridad puesta para proteger y promover todo lo que contribuye a la vida y dignidad de los ciudadanos”.
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