Es poco común que un hombre confiese su admiración por otro hombre, sobre todo cuando se trata de un argentino, pero Roberto Sánchez, mejor conocido como Sandro de América, era otra cosa. No me refiero al Sandro desinhibido que imitaba a Elvis mostrando su esqueleto, ni al mujeriego empedernido, ni al alcohólico y adicto al tabaco, vicios que acabaron por matar su cuerpo; sino al intérprete, al artista de voz sui generis cuya tesitura no coincidía con la fragilidad de su figura. Triste destino el de los artistas consagrados que mueren victimados por una adicción que los domina; sin embargo, la voz y el estilo interpretativo de este señor son únicos e irrepetibles. Más allá del mito, de todo el misterio que rodeó los últimos años de su vida, de la nostalgia que enmarca su fallecimiento, porque fue uno de los grandes intérpretes del siglo XX, y aun considerando el proceder comercialoide de las compañías disqueras que lo promovieron y elevaron hasta convertirlo en un ídolo internacional, a pesar de que lo mediático era bastante incipiente en la década de los setenta; artistas de la talla de Sandro nunca morirán. Cuatro canciones que él interpretaba, quizá entre las más conocidas, me cautivaron siempre hasta el punto de llorar de emoción: “El maniquí”, “Yo te amo”, “Te propongo” y “Penas”. Gracias Sandro por heredarnos tu eterno palpitar, tu sugerente voz y el recuerdo de una época mejor en la que el candor y la inocencia reinaban todavía.
Para compartir, enviar o imprimir este texto,pulse alguno de los siguientes iconos: