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TRANSICIONES

¿SIN PARTIDOS?                                                                 

Víctor Alejandro Espinoza

Estoy seguro que si aplicáramos una encuesta representativa a la población mexicana acerca de su percepción de los partidos políticos, seria negativa. Incluso considero que la mayoría se expresaría de manera vehemente contra los partidos. Pero además, si agregáramos la pregunta acerca de si son necesarios para la democracia o deberían desaparecer, se optaría por la segunda de las opciones. Los mexicanos de hoy viven de espaldas a los partidos, podría afirmar que los consideran prescindibles.

         ¿Cómo es posible que hayamos llegado a esta situación? ¿Por qué si la transición a la democracia apenas alcanza un par de lustros, la credibilidad de los actores políticos se ha desmoronado? ¿Esto qué significa para el futuro del régimen político? Quizás la respuesta la encontremos en nuestra historia política en la que destaca un largo periodo de sistema de partido hegemónico en el que se construyó una fuerte oposición entre ciudadanía y partidos políticos. En México utilizamos el concepto de ciudadanía para marcar distancias con los partidos; todo lo “ciudadanizado” es positivo, todo lo partidista negativo.

          La democracia consolidada requiere un sistema de partidos fuerte e institucionalizado. Nosotros no tenemos un régimen con esas características. Si bien los partidos políticos son de larga data (el PRD tiene sus raíces en el Partido Comunista Mexicano, fundado en 1919; el PRI proviene del Partido Nacional Revolucionario, que nació en 1929; y el PAN surgió en pleno cardenismo, en 1939), su desempeño bajo un sistema democrático es demasiado reciente. Podríamos decir que no han logrado interiorizar e institucionalizar las reglas del juego democrático. Por eso su funcionamiento autoritario, por eso su proclividad a la transa, al agandalle, al madruguete. De ahí su dependencia de los poderes en turno y su falta de independencia. Por eso el descrédito, por eso el alejamiento ciudadano, por ello el abstencionismo creciente.

         En la actual discusión acerca de la reforma política destaca la propuesta de incorporación de la figura de candidaturas independientes a los cargos de elección popular. Se considera que eligiendo a ciudadanos apartidistas se resolverán los problemas centrales de la vida pública mexicana. Es una respuesta a la “partidocracia”, esa mala palabra que se ha instalado en el léxico de algunos reconocidos editorialistas.

         Lo dicho, los partidos políticos se han ganado a pulso la animadversión de muchos, quizás de la mayoría de los mexicanos; sin embargo eso no significa que un sistema democrático deba prescindir del sistema de representación. Claro, la máxima responsabilidad en el “lavado de cara” recae en los partidos mismos. El primer gran cambio tendría que ser que admitieran que partido es sinónimo de “parte”; el sistema de partido hegemónico o único no puede existir en democracia. Los partidos deben aprender a coexistir con el adversario y saber negociar, conceder, tolerar. Y esto debe ser principio tanto a nivel federal como en las entidades. No puede convivir un sistema de pluralismo limitado (de 3 a 5 partidos) a nivel federal con otro donde a nivel local un partido hegemonice la vida pública o haga de la administración pública un sistema excluyente donde el requisito de ingreso sea la identidad partidista y no los méritos.

         Mientras sigamos asistiendo al espectáculo público denigratorio los partidos seguirán perdiendo simpatías. El escándalo de Juanito o la elección de dirigencia del PRD, o la cruzada religiosa del PAN, amén del escándalo del Gober Precioso, significa abonarle al desdén social y a la idea de que “todos son lo mismo” y “ya nos tienen hasta el gorro”; “los únicos buenos son los ciudadanos independientes”.

         La desconfianza es una de las características consustanciales del autoritarismo. En México desconfiamos de todo; seguimos sumidos en esa cultura política que socava las bases de una construcción democrática. De lo primero que los ciudadanos desconfían es de los discursos triunfalistas de sus gobernantes. Dicen una cosa y hacen otra. ¿Cómo no van a despreciar a los partidos si estos ni siquiera son independientes de esos políticos demagogos? Y luego no nos admiremos de los llamados a crear sistemas políticos de ciudadanos sin identidades partidistas. Mundos felices “ciudadanizados”.

Investigador de El Colegio de la Frontera  Norte. Correo electrónico: victorae@colef.mx

 

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