504 25 de marzo de 2010 |
Sin licencia para matar Claudio Tapia Hace ya algunos años, cuando se promovía el humanismo del siglo de las luces y de la edad de la razón como paradigma de convivencia social, vi una película que me afirmó el respeto por la vida e integridad de las personas por sobre todas las cosas. Entonces, vivíamos convencidos de que no había coartada para irrespetar la dignidad del prójimo. No había licencia para matar. La película norteamericana, cuyos actores y director no recuerdo, se basaba en un guión policíaco, de suspenso, dicotómico y por eso claramente moralizante: Un delincuente secuencial (muy malo) que asesinaba a mujeres y a niños elegidos al azar, era perseguido por un detective (muy bueno) quien después de estudiarlo, rastrearlo, y tenderle toda clase de trampas, lograba, finalmente, arrinconarlo para ponerlo en la mira telescópica de su fusil y aniquilarlo. Había que acabar con esa lacra social. Emocionados, los espectadores esperábamos que llegara el deseado final, el desquite, el ojo por ojo, pero… ¡chin!, el muchacho bueno, inesperadamente, veía que una joven señora, empujando la carriola de su bebé, se atravesaba en la línea de fuego. Para acabarla de amolar, en el lugar en el que el delincuente trataba de ponerse a salvo, un grupo de niños jugaba en la indefensión. ¿Qué hacer? Peligraban inocentes. La licencia para matar tenía límite moral. ¡Ni modo!, había que deponer el arma, dejarlo escapar, y volver a seguirle la pista al desalmado delincuente para atraparlo en otras circunstancias en las que no estuviera en riesgo la vida de terceros inocentes. No valía tratar de vencer al mal haciendo el mal, ni ganar a como diera lugar. Ahora, nos quieren convencer de que el humanismo, los derechos humanos, el respeto irrestricto por la vida y la dignidad humana, son utopías del pasado. Cuando se responde a una agresión, todo se vale, afirman los valientes deshumanizados. Los daños colaterales son inevitables y algún precio hay que pagar por aniquilar al enemigo. En todas las guerras hay muertes de civiles inocentes, nos dicen quienes, valientes, la declaran sin ponerse al frente de la línea de combate, los que se aproximan a las zonas de peligro, por unas horas, fuertemente custodiados o, quienes escogen que la lucha se libre en lugares distantes a aquellos donde sus seres queridos están. Porque el frente de combate, en efecto, se decide por los beligerantes. Para que éste se dé, en determinado lugar y circunstancias, ambos contendientes deben estar dispuestos a disparar ahí, donde se encuentran. Basta con que uno de los combatientes decida no abrir fuego, no contestarlo, deponer las armas o dejar de disparar, para que el fuego cruzado cese. Si la inteligencia de los buenos, tanto la institucional como la personal, no les permite planear los frentes de combate en las madrigueras de los malos, en lugares de baja densidad de población o evacuadas previamente, y deciden enfrentarlos en centros comerciales, restaurantes, antros, clínicas, hospitales, asilos, maternidades y centros educativos, en los que se toparon por casualidad, buena suerte o pitazos, algo está fallando y es hora de cambiarlo. Eso no debe seguir ocurriendo. No podemos permitir el terrorismo de Estado. Si los buenos disparan a discreción, si lesionan, si levantan, si torturan, si matan, si mienten, si ocultan evidencias, si no rinden cuentas, ¿cuál es la diferencia moral con los malvados? ¿Quiénes son los buenos? ¿Quién responde a la agresión de quién? ¿Quién impone el terror? A estas alturas de la precipitada y mal evaluada decisión de militarizar el combate al narcotráfico, ya no se puede renunciar ni capitular, pero sí repensar la forma de evitar que se repitan los ya inocultables casos de violaciones de derechos humanos y pérdidas de vidas de inocentes, por más que los minimicen las autoridades civiles y militares con la ayuda de los medios de información. A los civiles caídos, esos que no tienen nombre ni apellido ni historia personal, esos a los que se les puede etiquetar de sicarios sin tener que probarlo, los que se la ganaron por estar en el lugar y en el momento equivocado, nadie los mató: fueron alcanzados por las balas perdidas. Para los terroristas, las malvadas son las balas, sin importar quién las disparó. A la lamentable e irreparable pérdida de civiles hay que agregar la inutilidad de su sacrificio. En la mayoría de los casos, se truncan vidas de inocentes a cambio de la captura o muerte de sicarios de baja jerarquía cuya pérdida es inmediatamente repuesta por una fuente de reclutamiento alimentada por millones, sí, leyeron bien, millones de jóvenes de entre 14 y 22 años de edad que no están ni en un aula ni en un empleo remunerado. Se trata de los desesperados, de los excluidos de la educación, la salud, el empleo y toda forma de vida digna. No se los van a acabar. El Estado mexicano, está obligado a utilizar formas seguras de combatir la inseguridad. Debe tranquilizar y no aterrar. Evitar en vez de lamentar. Comprometerse en vez de condolerse. Debe voltear hacia Medellín, Sao Paulo, Río de Janeiro, Sicilia y Nápoles, ciudades donde la guerra nadie la ganó pero la violencia disminuyó, para aprender que hay otros modos, legales, de combatir el crimen. En un Estado de derecho, el respeto a la dignidad de la persona, que no es otra cosa que la vigencia plena de los derechos humanos, es perfectamente posible. En él, no hay licencia para matar.
claudiotapia@prodigy.net.mx
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