508 31 de marzo de 2010 |
Pareja perfecta J. R. M. Ávila Su esposo ya no tenía otro interés más que ganar dinero. Por eso no era difícil para ella desaparecer por cinco o seis horas en un motel cualquiera acompañada de un hombre que aún la viera como mujer. De cualquier manera, aunque su esposo ya no reparaba ni en su ausencia ni en su presencia, debía guardar las formas. No podía darse el lujo de regresar a casa más allá de las ocho de la noche. Si la fiesta estaba en paz, no era bueno aguarla con algo tan tonto como una llegada a destiempo al hogar. Una tarde, cuando parecía que el día terminaría como cualquier otro, recibió la llamada del amante y no queriendo desperdiciar la ocasión salió de la casa a las cinco y media de la tarde para verse media hora después. Llegaron al motel a las seis y media, pero la afluencia era inusitada, de manera que tardaron casi una hora para que les asignaran habitación. La espera no hizo más que enardecer el deseo y terminaron exhaustos, olvidándose del tiempo. Sin darse cuenta, se quedaron dormidos y despertaron cuando les requirieron la habitación. Para entonces ya era la una y media de la mañana. Pensar en llegar a las ocho de la noche era absurdo. No tuvieron tiempo de bañarse, saltaron de la cama, se vistieron de prisa, salieron despavoridos del motel. Ella no dejaba de lamentarse, él trataba de tranquilizarla. No encontraban solución. Callaron durante casi todo el trayecto. La casa estaba a un kilómetro y eran las dos y cuarto de la mañana cuando el hombre de repente detuvo el auto y le dijo: Vente a vivir conmigo. A ella la tomó por sorpresa. ¿Y la familia? ¿Dónde quedaba la familia? Él la atajó. No había hijos, ¿de cuál familia hablaba? ¿De la del esposo o de la de ella? La mujer se puso a llorar. Él la abrazó intentando consolarla. Así llegaron las tres de la mañana y la mujer terminó decidiendo que abandonaría al esposo. El auto se alejó de la casa como si se tratara de la acción más natural. A la mañana siguiente, el esposo echó de menos por primera vez en mucho tiempo a su mujer. Inútilmente la buscó en la casa. La llamó al celular y no obtuvo respuesta. La buscó por las calles de su colonia sin resultado positivo. Llamó a sus familiares y a los de ella y nadie supo nada. Regresó intrigado a la casa. Así pasaron tres días sin encontrar rastro de su paradero. Él trataba de concentrarse en sus negocios pero por una razón u otra, cualquier detalle terminaba recordándole la ausencia de su esposa. ¿Se habría ido por fin como a veces sentenciaba? ¿Cómo iba a dolerle a ella un engaño de vez en cuando? ¿No era acaso él quien la sostenía y le cumplía todos sus caprichos? ¿Cómo se iba a ir así nada más? ¿Quién iba a lavar y planchar su ropa? ¿Quién cocinaría para él? ¿Quién mantendría aseada y en orden la casa? ¿Acaso tendría que pagar ahora teniendo esposa? Y cuando menos lo esperaba, recibió su llamada. Entre lágrimas y arrepentimiento le suplicó que la perdonara, le dijo que se había equivocado, que un hombre la había engatusado y se había ido con él. Habían bastado esos tres días para darse cuenta de que nadie la iba a querer como su esposo. Él sin aspavientos le dijo que lo dejara pensarlo un día. Ella dijo Está bien y colgó. El hombre no iba a perder su inversión así como así. ¿No había gastado en ella tanto dinero? ¿Y los vestidos y la ropa y los zapatos y la recámara y la sala y la casa y la estufa y los guardarropas y el refrigerador y la lavadora y la secadora? ¿No había comprado todo para darle gusto a ella? No iba a perder tanto dinero. De manera que cuando la esposa llamó de nuevo él le dijo que la perdonaba con la condición de que regresara un día después y hasta le dijo dónde iban a encontrarse. Sólo una condición le puso: que nunca revelara que se había ido con otro ni desmintiera la versión que él iba a dar a los familiares. Ella aceptó y casi lo bendijo. Fue así como el esposo urdió lo del falso secuestro. No hubo familiar que no aportara su cuota para recuperar a la mujer, de manera que terminó recaudando el triple de lo que los secuestradores imaginarios pedían por regresar a salvo a su esposa. Nadie se iba a atrever después a pedir que le regresara su dinero. Afrenta mayor no se vería. Cuando la mujer regresó con él a casa, todo pareció la más grande fiesta que se hubiera presenciado. Cuando los familiares le pidieron a la mujer que contara cómo había sucedido todo, el hombre quedó sorprendido de su habilidad para inventar la historia. Desde entonces viven en paz. Ella no cuenta la verdadera historia de su falso secuestro pero de vez en cuando sigue desapareciendo por cinco o seis horas. Él, a cambio, finge no saber que ella lo engaña con otros y nada le recrimina. Siguen siendo para todos la pareja perfecta.
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