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904 12 Octubre 2011

FRONTERA CRÓNICA
Investigación sobre ruedas
J. R. M. Ávila

No ha sido fácil llevar a cabo la investigación. Si bien es cierto que la mayoría de los taxistas habla hasta por los codos, hay quienes contestan con un sí o con un no y de ahí no los sacas.

En esos casos, sientes que desperdicias los treinta y cinco pesos que te cobran porque podrías haber pagado mucho menos en camión.

Pero en general has obtenido buena información. Hasta piensas que, con cada respuesta que obtienes, el trabajo se escribe solo.

La mayoría de los taxistas se quejan de que ganan poco porque la renta del auto es bastante exagerada, de manera que tienen que trabajar sin tregua para sacar el pago y un excedente que les permita irla pasando.

Hay quienes sueñan con un taxi propio o quienes se quejan de tener auto pero no placas (muy costosas y difíciles de conseguir).

Pero hay quienes te darían más información, de manera que el trayecto resulta insuficiente para escucharlo todo. Quisieran contarte de las bondades de ser taxista, de la oportunidad de conquistar mujeres, de la presunción de llevar hasta una lista de aventuras con nombres, lugares y fechas.

Simplemente se sueltan hablando, al grado que si les dijeras que vas a grabarlos ni se inmutarían. Cuando les dices que se trata de una investigación, no falta quien pregunte si vas a publicar su nombre, la colonia en que vive, sus datos; y hasta te señala la identificación que pende al frente para que escribas su nombre correcto.

Al llegar a la facultad, tomas notas de cuanto recuerdas. Lo haces, más que por disciplina, por no perder información. Después, si recuerdas detalles que se te han pasado, los agregas.

Cada viaje es una rutina casi previsible, aunque los datos cambian.

Pero en esta ocasión te sucede algo distinto. Apenas has hecho unas cuantas preguntas que el conductor se limitó a contestar entre dientes, cuando te mira de reojo y te detiene en seco:

─ ¿A qué viene tanta pregunta?
─ Es que ando haciendo una investigación.
─ ¿Y yo qué tengo qué ver con eso?
─ Nada. Sólo son unas simples preguntas que le quiero hacer.
─ ¿Acaso me ves cara de malandro, o qué?
─ No entiende, señor. Déjeme explicarle. La investigación que ando haciendo no es lo que usted se imagina. No nomás a usted le he preguntado, sino a varios taxistas.

El hombre da un volantazo y, sin importarle los iracundos claxonazos de otros autos, frena en seco haciendo chirriar las llantas hasta estacionar el taxi a un lado de la banqueta.

─ ¿Quién te mandó, cabrón? ─dice, apuntándote con una pistola que no sabes de dónde ha salido.
─ ¡Oiga, no es para tanto, cálmese!
─ ¿Que no es para tanto? ─dice empujando el cañón del arma─ ¡Te subes a mi taxi y dices como si nada que me andas investigando! ¿Se te hace poco?
─ No es lo que usted cree, de veras, déjeme explicarle.
─ ¡No soy ningún tonto para que me vengas a dar tantas explicaciones! ¿Para quién trabajas?
─ Para la maestra… –es imposible recordar el nombre en este momento, pero aún así intentas hacerlo, ante la dureza del arma en tu costado–. Para la maestra…
─ ¿Para la maestra? ¡No me digas que la Gordillo ya no llena con su sindicato y quiere más!
─ No, señor. No es esa maestra. Se trata de mi maestra de Sociología.

El hombre pasa de la furia incontenible al entendimiento, de una sonrisa leve a una carcajada que encaja en cada sacudida el arma en tus costillas. Cuando se repone de tanto reír, te dice:

─ ¿De modo que se trata de una investigación para una escuelita?
─ Escuelita no, señor. Se trata de una facultad de la Uni. La maestra nos pidió una investigación y yo la estoy haciendo con taxistas.
─ ¿Y por qué no lo dijiste así de claro?
─ Porque no me dejó explicarle.

El hombre retira su pistola y la desaparece de la misma forma imperceptible con que la sacó a relucir. Después sonríe y emprende de nuevo la marcha. No sabes qué decir. No quisieras que volviera a enfurecerse con una nueva pregunta.

─ ¿Falta mucho? –dice sin verte.
─ No, ya mero termino. Con unas cuatro entrevistas más y ya.
─ No te pregunto eso, sino si falta mucho para llegar a donde vas.
─ Ah, no. Al bajar el paso a desnivel, se carga a la derecha.

Conforme avanza le indicas la ruta. No tarda ni cinco minutos en dejarte frente a la facultad. Cuando ves en el taxímetro que hay que pagar cuarenta pesos, ni reclamas. Sacas un billete de cincuenta y se lo tiendes.

─ No me debes nada –dice sonriente.
─ Gracias, señor.
─ De nada –agrega–. Y dile a tu maestrita que los tiempos no están para andar preguntando pendejadas, ¿eh?

Asientes con la cabeza y el hombre arranca suavemente su vehículo. Te echas a caminar sin siquiera atreverte a seguirlo con la mirada. Ya tendrás tiempo para la risa.


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