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LA LUZ Y EL MURO
Guillermo Berrones
Primera lectura: palabras del profeta Berna a los contertulios en la mesa de la luz
Mi texto no tiene la intención de una presentación oficiosa ni el descaro arrogante de una crítica literaria. No busqué reiteraciones lingüísticas ni espulgué los piojos de la imprenta. Cada imagen se me presentó como una revelación y como una rebeldía medular de la pasión por la vida. Leí La luz y el muro en el baño del hotel Vista bonita de Río Verde. Un libro que no había leído en su primer momento cuando fue premiado. Y lo leí al revés, desde el punto final, como cuando a veces uno comienza a escribir su vida,/ borra, cambia palabras y vuelve a intentar,/ pero se da cuenta que empezó mal en la vida. Había postergado la lectura desde que Óscar Efraín me lo obsequió en El Cercado apaciguando la sed, que genera la fronda ardiente del perrito faldero que siguió a Reyes en su infancia, con un par de cervezas Indio. Erasmo Torres estaba con nosotros, bebiendo y conversando. El libro tiene una dedicatoria discreta y un autógrafo amable. Contertulios en la mesa de la luz, dice, y vienen a mí los recuerdos de veladas delirantes en Doblado 721, donde se reparten monedas para no estar solo y el tinto evita la oxidación temprana de nuestra efímera vida; una pistola escuadra alguna vez tuvo tequila y se rellena con mezcal de La Chona; y las cervezas son parte de la despensa sabatina para acompañar la carne asada. Ante todo hay que conservar la tradición. Y aparece Mago, el poeta romero, acompañado de la sonriente Susy; Gerardo Ortega y sus adorados diablillos; la guitarra va de mano en mano: ahora Armando Hugo, luego Aguilita. “El destino fatal me persigue y me guía” es la frase matona de una canción de Los Alegres de Terán que entusiasma a Óscar. Chuy de León y Sergio Cordero siembran el terror en la discusión semiótica y semántica antes de mearse en el muro que limita el lugar. Y la siempre caballerosidad del distinguido Eduardo Zambrano empata con la discreción del maestro Dante, como la fraternidad de Armando Joel Dávila y el mismo Óscar Efraín. Me autonombro, por esta única vez, vocero de los contertulios de la luz para felicitar a nuestro anfitrión por su libro recién presentado.
Segunda lectura: del libro del poeta Oscar Efraín a los lectores
Al despertar de un gallo en la tibia madrugada de Xilitla, el corazón de la huasteca potosina, leí, como se debe leer un libro, nuevamente La luz y el muro. En la terraza del restaurante Cayo´s, las columnas de unas avejentadas, pero vigorosas, palmeras me daban su sombra mientras leía y probaba el café de la región. Al fondo las nubes besando los cerros y el campanario del convento San Agustín llamaba a misa. Hasta ahí me llegaba el barullo de los comerciantes ambulantes. Un peluquero huasteco, que fue soldado durante veinticinco años, corta el pelo en la calle, frente a un muro de piedras enmohecidas. Y al este del pueblito, se divisa la boscosidad donde el loco Edwards construyó, literalmente, sus sueños y a donde más tarde iré.
La Luz y el muro es un claroscuro de la militancia poética de Óscar Efraín, el último inquilino de las penas. El géiser de la ironía irrumpe en sus páginas para escupirle los cachetes al poder de la ambición humana, a la democracia, al gobierno, a la función pública. Sofía empuña el filo de la conmiseración en cada reflexión y las metáforas caen como lluvia de diamantes mondando la delgada corteza de una burbuja suspendida. No es la voz de un poeta sublimado en la soberbia ni la pinta graffitera de las paredes encaladas que circundan el vacío, los solares baldíos de nuestra ciudad. La Luz y el muro es la frontera de la estética donde la palabra emerge victoriosa o se enraíza en los médanos de la beligerancia espiritual, en la inescrutable médula del invierno donde el dolor es un manojo de astillas que se aloja en los huesos. Escurre en el muro de horas la imagen y se repite en otro ladrillo porque el dolor aguijonea y se adhiere como los pinolillos a los pliegues de la sensibilidad.
Por último, diré que Doblado 721, al norte, es el refugio de la palabra. Palabras aladas y cervezas heladas. Un número, una imprenta, una habitación expectante, un patio asambleísta, un espacio amurallado. Convoca una voz apagada, murmurante; una garganta que ya no bebe (o bebe poco, paladea), pero que se alza en la tonicidad de un poema desgarrador, en la milicia irónica e hiriente, en la contemplación y en la mirada que confisca imágenes, reliquias, voces y murmullos. Óscar Efraín no evade, confronta; no invade, seduce. Su libro son varios libros, momentos de la vida, estética de la palabra: la escritura, el saludo y la ceniza que canta.
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