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ÁNGELA ASUNCIÓN
Guillermo Berrones
La seducción del puente radica en esa sensación levitante que genera la libertad del aire. No hay barreras. El viento es una caricia macabra que besa las mejillas, abomba un poco la blusa al meterse entre las empuñaduras de las mangas, el cuello y los espacios entre los botones. Invade. Empuja un poco venciendo la escasa resistencia de la suicida. Abajo serpentea un río contaminado y los árboles sobreviven a la polución. Los carriles de otras vías exhiben su geometría retorcida de accesos, descensos y ascensos. Una imagen intrincada de destinos y rutas. Más allá está el horizonte ensombrecido por los celajes matutinos del invierno. Un pobre sol asoma tímido, como negándose a salir, a atestiguar el acto de inmolación de una joven mujer. Detrás los vehículos pasan en estampida y la ciudad deja las sombras de la noche apagando sus luces mercuriales para dar paso a un nuevo día. El memorable día de Ángela Asunción que contestó amable el saludo de un ciclista, que pasaba junto a ella, antes de lanzarse al vacío y volar hacia el cielo.
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