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UN CUENTO PARA ABBY
Áureo Salas

culturalogoAbby no era una princesa, pero era sencilla, cautelosa y encantadora como para serlo. Poseía una cierta dulzura que la hacía irradiar por las mañanas, mientras llevaba a pastar a sus ovejas. Su cabaña estaba cerca del bosque y todos los días acarreaba a sus borregos al valle para que se alimentaran. Asunto que le fascinaba sobremanera a Abby, pues le encantaba la magia que sentía en el bosque cada mañana, le gustaba sentir el frescor de la brisa matutina acariciarle el rostro, le alegraba observar como ascendían los rayos del sol a través de las copas de los árboles, disfrutaba mirar como las ardillas jugueteaban unas con otras y escalaban las cortezas de los troncos y, en especial, le encantaba sentarse a la orilla del río, para escuchar el burbujeo de las cascadas y hacer figuras efímeras con sus dedos sobre el agua, mientras tarareaba cualquier tonada que su mente considerara alegre.
         Era un poco tarde, no acostumbraba pastorear a los animales por mucho tiempo, pero quiso esperar un poco, pues el día no se veía como los demás, ahora la embargaba una sensación distinta. Además, había decidido hornear un pastel al regresar del campo y aún no buscaba la fruta, así que no se preocupó tanto por la hora, pues tenía una excusa para llegar un poco tarde a la cabaña.
         De pronto un ser alado apareció ante sus ojos, brillaba flotando sobre ella, mientras agitaba muy despacio unas alas que resplandecían con el sol. Abby se estremeció con la aparición y observó que sus ovejas se ponían un poco inquietas, pero no huían despavoridas. El ser alado bajó lentamente agitando sus alas y posó sus pies desnudos en la hierba.
         —Hola —saludo la criatura alada con una sonrisa satisfecha.
         Abby dio un paso atrás, pero se calmó un poco, aquel ser emitía una especie de tranquilidad abrumadora, como el sentimiento que te genera en el corazón una brisa fresca con olor a humedad.
         —No te tengo miedo —le dijo Abby al ángel.
         —No debes —dijo el ángel—, porque solo te vine a ver…
         El viento giró como un remolino en el valle, haciendo que las espigas de la hierba alta emitieran un “siseo” casi musical, haciendo brotar de la tierra una melodía de ritmos divinos y celestiales. Un golpe de aire agitó la cabellera de Abby y un rizo de su castaño cabello se cruzó por su cara.
         —¿Eres un ángel? —preguntó Abby mientras hacía a un lado, con un par de dedos, el cabello que pasaba por su cara, con un movimiento frágil y a la vez encantador. Sus ojos, cafés y expresivos, no dejaban de ver al ángel.
         El ángel asintió y sonrió, su rostro se iluminó mientras se dibujaba la alegría en su semblante. Abby observó por unos momentos al ángel sin emitir ninguna palabra, era verdad eso que una bella sonrisa ilumina el rostro.
         —Te he estado observando —señaló el ángel mientras suspiraba—, te he visto con tus ovejas, te he cuidado en las tormentas, te he observado atender a los animalitos que viven en el bosque, he puesto atención a lo que haces, cuando admiras el cielo y respiras la fresca brisa matutina, cuando te sientas a la orilla del río y metes tus dedos en él cantando una canción… no por nada te llamaron Abigail, eres un regocijo, no sólo para nuestro padre, sino de la vida misma, una alegría que es capaz de defenderse por sí sola conservando su eterno encanto. Así eres tu… así te veo… ¡Eres tan natural, tan inocente y tan linda que no hay maldad alguna en ti!
         —Pero… —balbuceó Abby, el ángel le pidió que guardara silencio haciendo un ademán, mirándole con una especie de dulzura profunda y con una gracia que ella nunca vio en ninguna otra persona.
         —Se que tienes muchas preguntas —dijo el ángel— pero yo me tengo que marchar… sólo te diré que estoy aquí porque de donde vengo también se cuentan historias, cuentos, leyendas… y yo no lo creía, quería ver por mis propios ojos si lo que se contaba allá arriba era cierto.
         —Pero… ¡Qué cosas dices! —murmuró Abby.
         El ángel comenzó a mover sus alas y se elevó un poco del suelo.
         —Y me voy agradecido por haber averiguado que esas historias de verdad eran reales —continuó el ángel—, y sólo vine para expresar mi agradecimiento contigo, Abby, por haberme hecho comprender que también existen los ángeles acá en la tierra…
         El ángel miró hacia arriba, batió sus alas y se elevó raudamente, mostrando a Abby una radiante sonrisa. El cielo brilló por un instante y el ángel desapareció.
         Desde entonces Abby mira al cielo de vez en cuando, pues sabe que hay alguien, un ángel travieso que se escapó un día de allá para conocerla y que está con ella todos los días, observándola y cuidándola cuando lleva a pastar a sus ovejas al valle.

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