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ANITA Y LAS TRES ANCIANAS
J. R. M. Ávila

culturalogoMariquita, Aurelia y la Señora Limón eran tres amigas que vivían en la colonia Pedro Lozano de Monterrey. Tal vez lo que las unía fuera la edad, que tenían los mismos intereses o que se complementaban. Se iban juntas a misa y se buscaban para conversar por las tardes y, aunque a veces se quedaran calladas, ninguna se ofendía ni se aburría del silencio compartido.
Mariquita era la mamá de Fernando. Él la llamaba siempre Madre. Jamás lo oímos nombrarla mamá, amá, ma o mami, como los demás les decíamos a nuestras madres. Para él, su mamá le merecía la palabra Madre y se la decía como si fuera su nombre, con mucho respeto y siempre de manera natural, o al menos así sonaba. Aunque ella no era sorda, batallaba mucho para escuchar. Si queríamos decirle algo, teníamos que hablarle con mucha claridad y elevar el volumen de la voz. Y si no lo hacíamos, ella misma nos lo pedía.
La Señora Limón era mayor que Mariquita y menor que Aurelia. No salía de su casa sin ayuda, no porque no pudiera caminar sino porque casi no veía. De manera que cuando quería visitar a Mariquita tenían que llevarla y dejarla ahí, hasta que anunciaba que ya se iba y entonces Mariquita la encaminaba a su casa. Fernando bromeaba diciendo que se acompañaban muy bien porque la Señora Limón oía por Mariquita y Mariquita, en pago, veía por la Señora Limón.
Aurelia era una señorita cargada de huesos, edad y enfermedades. Su pasatiempo preferido: hablar de achaques. Pero no se quejaba, más bien parecía que los presumiera como su más preciado triunfo en la vida, como condecoraciones que había recibido por su larga vida. Achaques por aquí y achaques por allá, nadie como ella para cargarlos. Tal vez a Mariquita y a la Señora Limón les gustaba tenerla como amiga porque hacía que se les olvidaran los achaques propios o que les parecieran insignificantes comparados con los de ella.
Anita las contemplaba desde sus seis años y nada decía, las contemplaba nada más. Se pasaba mucho tiempo así, viéndolas sin decir nada, hasta que una tarde empezó a llorar con mucha tristeza. Nadie se explicaba el llanto de la nieta de Mariquita ni sabía cómo consolarla. Le preguntaron por qué lloraba, pero el llanto le dolía en la garganta y cuando quería decir algo no la dejaba el hipo. Cuando por fin pudo hablar, dijo entre el llanto: ¡Pobrecitas las viejiiiitas! Y entonces Mariquita, Aurelia y la Señora Limón se olvidaron de la sordera, la ceguera, los achaques, la edad, y se pusieron a consolarla, a hacerle ver que no debía tenerles lástima, que a ellas les gustaba ser viejitas, pero la niña no dejó de llorar hasta que el sueño llegó.
Las tres mujeres, al verla dormir con suspiros entrecortados, esbozaron en silencio una sonrisa que no se conocían, como si en el fondo reconocieran que la niña tenía razón de condolerse, pero ninguna dijo una palabra.

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