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22 Febrero 2011
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BITÁCORA DE LA VIOLENCIA
Nuevos mercados

Guillermo Berrones

Torcieron al flaco, se lo levantaron. Calle California, colonia Morelos, en Monterrey. A una cuadra del Metro, entre bodegas y cajas de tráileres hay una fila de hombres y mujeres esperando que llegue el proveedor. Un hombre viejo y derrengado organiza a los compradores indicándoles que se peguen a la pared y no estén tan a la vista del tráfico y los transeúntes que llegan a la colonia. A la pared, a la pared, se le escucha decir; súbanse a la banqueta, casi grita, y la fila obedece uniformemente. En la esquina siguiente, hacia el poniente, dos muchachos con gorras de beisbolista y camisetas holgadas de basquetbolistas balancean sus cuerpos mientras hablan y vigilan la bocacalle, desde ahí envían señales agitando los brazos. La fila se mantiene firme. Una mujer viste una falda imitación piel y una blusa de tirantes negra que le deja descubierta la desbordada cintura donde las alas de un ángel demoniaco se distorsiona entra la columna lumbar y las lonjas juveniles pero celulíticas. Esperan.

Contra esquina de la fila un hombre oscuro y flaco está sentado, despreocupadamente, sobre un bote vacío de lo que fue una lata de pintura. Su camisa desabotonada exhibe un tórax esquelético y correoso. Cuenta dinero, mucho dinero, billetes arrugados que se esfuerza por planchar acomodándolos sin la cautela de que alguien pudiera arrebatárselos. Se siente seguro. Está seguro. Los organizadores de la fila la recomponen y un niño en brazos comienza a desesperarse. La mamá lo pone en la banqueta y el niño gira en torno a las piernas de su madre hasta que cae de sentón y llora para que lo carguen y le den consuelo. Despreocupadamente, los vigilantes de la bocacalle vieron pasar la patrulla 243. Llega cautelosa hasta donde está el contador de dinero. Hay dos agentes y el flaco se acerca a la ventanilla. Saluda y bromea con ellos. En la ventanilla del copiloto el rengo planta su vejez y su tara en la portezuela del copiloto con quien conversa amigablemente. Diálogo de tres minutos y la patrulla se retira. El calor se torna intenso, pero la fila sigue protegida por la sombra de la caja de tráiler. Los tipos de la bocacalle lanzan señales. Hay emoción. Revive la fila. El rengo va a su puesto. El flaco deja el bote y guarda los billetes. Viene una motocicleta de pizzería a toda velocidad. Se detiene y entrega lo que parece una pizza familiar. También una bolsa de plástico con montones de sobrecitos blancos. La fila hace movimientos de bolsillos.

Aparecen los guardias, los protectores de la venta que se apostan en lugares estratégicos de media cuadra; al frente y al final de la fila. Es un negocio respetable, nadie altera el orden. Comienza el reparto, la consumación del negocio. Los clientes se ven satisfechos, tienen su “pase” de abordar y parten por distintos rumbos hasta que se acaba el pedido y la fila vuelve a crecer en silencio y orden. Así todos los días. Vino la ministerial y no pasó nada; la estatal y tampoco; el ejército y la aguda visión de los halcones fue efectiva.

El flaco ya tiene sustituto y su madre no pierde la esperanza de encontrar a su hijo, vivo o muerto.

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