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22 Febrero 2011
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Sobrevivientes del sueño americano
Martha Sáenz Garza

Llegar de la ciudad de Monterrey, México, a Los Ángeles, California, me ha permitido dar un respiro, después de pasar días enteros sin dormir y pensando cuándo y  quién será el próximo conocido víctima de la violencia; ¿será alguien de mi familia?, ¿seré yo la que sigue?; ¿hasta cuándo se detendrá esto? Estas y muchas preguntas más se han vuelto mi pensamiento cotidiano, y el de los regiomontanos, que con el día a día sufrimos el temor, la incertidumbre y el drama de estar atrapados en una de las ciudades más violentas de México.

Y en este país, me tocó ser invitada a una asociación de personas sobrevivientes al tráfico humano que había logrado venir de México persiguiendo su sueño. Ahí comprendí escuchando los testimonios de cada una de las víctimas que no se necesita estar en guerra, o vivir en una ciudad violenta para vivir experiencias peores que las que cualquier persona se puede imaginar. Es cierto que ellas tomaron la decisión de venir en forma ilegal a este país, pero nada ni nadie las podría haber preparado para la sorpresa que se llevarían al pasar la frontera. Nada, absolutamente nada, podía justificar lo que escuché cuando se inició con la narración de lo que significa vivir el infierno cuando las personas son secuestradas, raptadas o robadas por semanas o meses (en el mejor de los casos), sin que nadie haga algo por ellas, sin que nadie se entere de lo que sucede, y sobre todo sin que ni siquiera ellos (madres e hijos) puedan saber si saldrán vivos de esa experiencia.

Existen cientos de mujeres desaparecidas con sus hijos, niños perdidos y explotados, y vidas que están ocultas viviendo la explotación, la degradación, y el derrumbamiento de todo derecho humano. Ser raptado con engaños, escondido, esclavizado y explotado para prostituirse junto con sus hijos, para ver que se venden a sus hijos al mercado de pornografía infantil, o en el mejor de los casos (como lo comentó una madre), para el tráfico de órganos, que aunque ellas dicen que no deseaban que sus hijos murieran, preferían esto a saber que eran explotados sexualmente y que jamás volverían a saber nada de ellos.

 Es una de las experiencias más dolorosas que puede vivir un ser humano. El dolor, la desesperación, la incertidumbre, las vejaciones, la explotación y muchas cosas más hacen que la integridad de estas personas se rompa en pedacitos, y la que logra sobrevivir a dicho trato (si a eso se le puede llamar vivir), queda como un rompecabezas roto, muy difícil de armar, ya que se han perdido, destruido y maltratado piezas importantes para volver a integrarse como ser humano y como integrante de esta sociedad.

Pierde todo sentido el haber logrado sobrevivir y estar en los Estados Unidos, un país del primer mundo, un país que un día les permitirá no vivir de la caridad como vivían en México, como ellas lo expresaron: “para qué seguir viviendo si lo más importante ya lo perdimos”.

¿Qué se le puede decir a alguien que sólo quería perseguir el sueño americano?
¿Qué se le puede ofrecer cuando ya salió de ese infierno?
¿Cómo se le puede reconfortar?
¿Se le puede prometer justicia?
¿Y los hijos perdidos, sin esperanza de recuperarlos?
¿Y los hijos que procreó sin sabe de quién?
¿Qué futuro les espera después de esa experiencia?
¿Volverán a confiar alguna vez en el género humano?

Estas y muchas preguntas más me cuestioné cuando escuchaba cada uno de sus testimonios. Una mujer embarazada me dijo que no deseaba tener su hijo, que no sabía de todos los que la habían violado, quién era el padre, que no pensaba que su vida tuviera sentido, que cómo les explicaba a sus dos hijas pequeñas lo que habían vivido. Ahí comprendí que el costo de vivir en este país no vale la pena cuando una persona se va a perder a sí misma.

www.marthasaenz.com

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