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16 de agosto de 2010
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Ciudadanía y universidad

Claudio Tapia

 

No me canso de repetirlo: detrás de nuestra incipiente democracia que no acaba de cuajar, de la cultura de la ilegalidad, del estancamiento económico, del Estado fallido y secuestrado, de la generalizada corrupción y demás tragedias que vivimos, está la falta de ciudadanos. No somos una sociedad de ciudadanos.

 

Salvo excepciones  –con un puñado de ellos convivo y comparto algunas luchas sociales– los habitantes de nuestra gran ciudad, no aspiran ni pretenden su inclusión en la vida política y social para alcanzar ideales de igualdad y justicia social, anhelos de los que carecen, porque nadie se los inculcó. Faltan ciudadanos.

 

Pero, ¿quién está formando ciudadanos en nuestra sociedad? ¿En dónde? Son preguntas que me inquietan y para las que no tengo respuesta. No desespero porque creo que ya tengo cuando menos un indicio, no de quién lo está haciendo sino de quién podría empezar a hacerlo, aunque, eso sí, con mucha dificultad.

 

Me topé accidentalmente con un librito titulado Democracia y Universidad, Editorial Complutense, Madrid, 2010, que contiene la conferencia de inauguración del Foro Complutense dictada por José Saramago en el 2005. En ella, el Premio Nobel de Literatura 1998, afirma que “la Universidad es el último tramo formativo en el que el estudiante se puede convertir, con plena conciencia, en ciudadano; es el lugar de debate donde, por definición, el espíritu crítico tiene que florecer: un lugar de confrontación, no una isla donde el alumno desembarca para salir con un diploma”.

 

Lo  malo está en que la aspiración del novelista, que no fue a la universidad, no se está cumpliendo porque, como él mismo afirma, no habrá solución para la universidad, para sus problemas, si no se encuentra solución antes a los problemas de la enseñanza primaria y media.

 

“Si a la universidad no llegan alumnos instruidos y educados, se juega con malas cartas una partida que no puede acabar bien en una mesa de juego que es la sociedad”.

 

El recientemente fallecido escritor, aclara que no es lo mismo instruir que educar; lo primero consiste en trasmitir conocimientos y lo segundo en dirigir, encaminar, adoctrinar; distinción que apoya con el evidente argumento de que si para educar fuera necesario ser instruido, y cuanto más instruido más capacidad de educar, una familia de analfabetos, no obstante sus valores, tradiciones y creencias no sabría educar y la realidad nos dice que no es así.

 

Saramago parte de que la educación recibida en familia es la educación más básica que hay, la primera orientación para gobernarse en la vida rectamente. Y, si se tiene la suerte de que los predecesores le abran al educando otros caminos para la vida, éste podrá acrecentar esa educación primaria que trae consigo desde el seno familiar.

 

Y, si los profesores sólo están para instruir porque lo suyo no es educar, ¿en quién recae la responsabilidad de educar? En principio, se responde el novelista, en las familias. Educar para ser dignos y encara la vida con rectitud, debiera ser tarea permanente de la familia; pero todos sabemos que la familia está en crisis y que esto no está ocurriendo.

 

También puede decirse que la sociedad educa por sí misma, que el hecho de vivir en sociedad forma a los individuos, dice el escritor, pero la sociedad con sus valores de dudosa moralidad anda perdida. Y entonces, ¿quién educa?

 

Textualmente nos dice: “Este es el problema, familia y sociedad en crisis, desmembrada una, perpleja la otra; por tanto, en esta situación, la única salida que se ve en el horizonte es la escuela: el último refugio, la última esperanza”.  

        

Pero a la escuela llega lo que la sociedad está produciendo. Los egresados de la universidad son el resultado de un proceso sistémico y profundo de deseducación donde se obtiene un producto humano con conocimientos científicos o literarios, incluso de alta calidad, totalmente deseducado; afirma el conferenciante.

 

Saramago sostiene lo anterior, advirtiendo sobre la irrealidad del supuesto, porque tampoco es cierto que los pocos privilegiados que logran accederse a la universidad reciban una preparación científica o literaria de buena calidad.

 

Lamenta el novelista que la universidad carezca de “la universalidad que exprese un espíritu abierto, que obliga a reflexionar, que capacita para el análisis, que implica dominio de los conceptos, información sobre lo que es el mundo en que vivimos, las distintas sociedades humanas, las contradicciones, la historia que nos ha hecho ser como somos, el pasado colectivo y el presente individual y plural que tenemos que levantar”.

 

Para resolver ese grave problema, concluye el Premio Nobel de Literatura, “A la universidad tendrán que llegar alumnos instruidos y educados… Así, al final de una carrera universitaria podremos tener un ingeniero, sí, pero sobre todo un ciudadano consciente de serlo”.

 

“La universidad, además de buenos profesionales debería lanzar buenos ciudadanos”.

 

Los responsables de la enseñanza, los rectores de nuestras universidades y los que aspiran a sucederlos, ¿lo sabrán?

 

claudiotapia@prodigy.net.mx

 

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