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El Ciudadano Kane: Orson vs Hearst
Hugo L. del Río

Una de las tragedias de México es que los periodistas somos empleados de los políticos y/o empresarios dueños de los medios. Por fortuna no es el caso de La Quincena, La Rocka, La Razón, Oficio, Reto y otras publicaciones tal vez modestas pero, sin duda, independientes.

Quizás la sociedad entiende este problema mejor que nosotros. Por ello nuestro status social es tan bajo; por ello en México casi no hay películas ni novelas sobre periodistas.

Para no ir lejos, en Monterrey hemos vivido eventos que avergonzarían al Chapo Guzmán. Asesinatos, secuestros, robos a la luz del día y en poblado, agresiones contra trabajadores, despojos a viudas y huérfanos, abusos sexuales.

Y corrupción, corrupción, corrupción.

De esto, nuestros medios de información raramente han divulgado una palabra. Cómo lo van a hacer si muchas veces los dueños son cómplices de los malosos.

En esto, como en tantas otras cosas, los norteamericanos nos llevan una ventaja de años-luz. Ellos tienen sentido de la crítica y de la autocrítica. Saben que su Prensa no es perfecta y sobran películas y libros donde denuncian las corruptelas lo mismo de los publishers que de reporteros extraviados en la jungla de concreto y dinero sucio. 

Esta es la historia de una épica batalla entre el talento y el poder.

El uno de septiembre de 1939 Alemania invadió a Polonia: tanques contra caballos. Y así empezó la II Guerra Mundial, o si ustedes lo prefieren, el capítulo más cruel de la Gran Guerra que se inició en 1914.

En Hollywood y San Francisco, California, muy lejos de los campos de batalla, se estaba librando otro combate, sin derramamiento de sangre pero con derroche de valor y tenacidad, por una parte; y malas artes, insidia y toda suerte de corruptelas, por la otra.

En el fondo, fue un juego de vencidas entre la libertad de expresión y el protofascismo. Sus protagonistas: George Orson Welles y William Randolph Hearst. El artista –como buen creador, animal político por excelencia-- contra el titán de la prensa amarillista.

Welles es suficientemente conocido. En cambio, Hearst está casi olvidado, lo cual me parece excelente. Si acaso, entró a la Historia como el mejor y más acabado ejemplo de lo que no debe hacer, nunca, un periodista profesional.

¿Existió, existe alguien que haya sentido admiración o respeto hacia William Randolph? Tal vez: la naturaleza humana es complicada. Algunos aplaudirán a este hampón, quien usó armas más peligrosas que los arsenales nucleares: la tinta y el papel, cuando se les degrada para darles un uso de perversidad.

Pero debemos reconocer que Hearst no era un vulgar saqueador. No se conformó con sus millones de dólares: soñó con tener como botín al mundo entero. Es un truhán que sueña y piensa en grande. Entonces, lo que tenemos aquí es un choque de trenes.

 

Fantasmas que hablan español
Nuestros personajes tienen en común un interés muy especial, sobre México y España. Welles filma en Acapulco muchas de las escenas de La Dama de Shanghai, cuya protagonista es quien fue su esposa y, tal vez, el amor de su vida: Rita Hayworth, hija de un bailaor español.

Y, por lo que toca a William Randolph, más que interés lo que hay son intereses. Hearst posee varios latifundios en México, razón suficiente para entender sus ataques contra nuestro país y su clamor exigiendo, durante varias etapas de nuestra Revolución, ya no una intervención, sino la ocupación militar de toda la nación. Y la Historia lo registra y lo conforma, a finales del siglo XIX, el magnate es un warmonger (ignoro la palabra en español, es algo así como promotor de guerras) que quiere extender su poder a Cuba. Para ello, hará falta arrojar de la isla a los españoles. Pero hay algo más:

Cae peleando o díñala en el rastro
En la primera escena de la película sobre la guerra entre Orson y Hearst por la filmación, preservación y distribución de El Ciudadano Kane –filme del que hablaré más adelante— Orson, invitado quién sabe cómo ni por quién a una cena en el palacio californiano del magnate de la prensa sucia, nuestro amigo Orson, pues, recién llegado de esa España que aún vivía la belle epoque anterior a su mal llamada Guerra Civil, decíamos, hace la apología del toreo.

Hearst, con esa hipocresía de los tipos de doble moral, manifiesta su disgusto y comenta, con rabia, que la fiesta de luces es una crueldad hacia el toro. Esto lo dice Hearst, quien había enviado al matadero a miles y miles de hombres. Orson le da una respuesta que hubiera envidiado Cervantes:

-- Los españoles piensan que en el ruedo el toro muere peleando.

Bueno, ahora entramos en materia.

Cuando a otros chicos ni les había salido la barba…
George Orson Welles nació en Kenosha, Wisconsin, en 1915 y murió en Los Ángeles a los setenta años. Su padre, Richard Head Welles, era un exitoso y acaudalado inventor y empresario; su madre, Beatrice Ives, era concertista de piano.

Un amigo de la familia, el doctor Maurice Bernstein, fue el primero en descubrir el talento del niño George Orson y urgió a los padres a proporcionarle una educación especial. Al parecer, el buen doctor tenía con la pianista una relación que iba más allá de la simple amistad, pero esto sólo es una conjetura o un sabroso chisme. Tómenlo como gusten.

La cosa es que a los dieciséis años, Orson ya era actor profesional en el Gate Theatre de Dublín, capital de la recién nacida República de Irlanda. Shakespeare fue siempre su pasión y representar las obras del gran poeta era para el norteamericano un verdadero acto de amor.

A los diecisiete años debuta en Broadway con, desde luego, Romeo y Julieta, e inmediatamente, funda su propia compañía: The Mercury Theatre. Fíjense, estamos hablando de un chamaco de 17 años.

Ya de por sí estaban esquizoparas y con eso…
Bueno, pues en 1938, a los 23 años, sacude al mundo con su versión radiofónica de La Guerra de los Mundos. Ustedes ya conocen la historia. Hubo ajustes de cuentas finales con muertos y toda la cosa, suicidios, incendios y toda clase de accidentes. Los bonos de Orson y de la radiocadena CBS subieron a las nubes.     

Este joven genio tenía buen rato estudiando lo que vamos a llamar el fenómeno Hearst. Naturalmente, le causaba repugnancia el, digamos, periodismo que caracterizaba a los diarios y revistas del magnate.

Estamos ahora en 1939, el año que estalla la Segunda Guerra Mundial y hasta ahora, Hitler es el personaje que más admira Hearst. Ha aplaudido a rabiar la ocupación de Austria y Checoslovaquia, los asesinatos, las represiones por motivos políticos, étnicos y religiosos, los campos de concentración y todo eso.

Hearst se nos ha revelado, al momento, como un fascista en activo las 24 horas. Cuando el Tercer Reich esté a punto de saltar hecho polvo, el magnate cambiará de chaqueta. Y Welles, quien se encuentra en la barricada opuesta, se impone la tarea de darle al macroempresario de la prensa amarillista no una sopa de su propio chocolate, sino una sopa de letras, como sin duda nos permitiría decir el inolvidable maestro Pedro Reyes Velásquez.

Impresionada con el tremendo buen éxito de La Guerra… la RKO Pictures firmó con Welles un contrato que lo obligaba a hacer dos películas con un pago, colosal para la época, de 225 mil dólares.

Vaya follón: qué envidia
Orson tiene a su amigote del alma: camarada de travesuras, borracheras y locuras de hombres de gran talento. Hablo del guionista Herman J. Mankiewicz. Los dos se acuartelan, bien provistos de toda suerte de etílicos y con la puerta siempre abierta para muchachas rubias, morenas o pelirrojas. Y al margen de los brindis y los asaltos de la carne, los dos trabajan como poseídos. Su consigna: desnudar a Hearst. Mostrarlo al pueblo como lo que es.

Desde luego, Hearst se enteró inmediatamente. Él tenía en Hollywood  columnistas frente a las cuales Paty Chapoy es un ejemplo de ética. Estas plumíferas se dedicaron a arrojar lodo contra la RKO, Orson y Mankiewiz y toda la gente vinculada al proyecto. Las escribanas no eran mujeres muy delicadas: publicaban cosas como que Hollywood estaba lleno de cineastas extranjeros que olían mal y se dedicaban a extraños ritos religiosos mientras la gente de cine nacida en Estados Unidos era marginada.

Hearst tenía su guardia pretoriana: pistoleros, informantes que le daban datos se zutano o mengano a quienes William Randolph luego chantajeaba. Usó a algunos de estos distinguidos caballeros para quemar las copias de El Ciudadano Kane, pero no hubo de piña. Luego le quisieron montar una emboscada al amigo Orson, quien se alojaba en un hotel de Hollywood.

Metieron ahí, desnuda, a una menor de edad, la acostaron en la cama en una posición digamos un tanto atrevida, y colocaron a media docena de fotógrafos en la habitación. Pero los hombres como Welles siempre tienen amigos en los lugares menos esperados y alguien le dio el pitazo. Y así como fracasó esa treta de guerra sucia, así terminaron en ruidosa derrota los esfuerzos de Hearst por impedir la filmación de El ciudadano Kane.

El estreno fue en 1941, pero ahí Hearst se anotó una victoria pírrica: logró que las grandes cadenas de salas de cine se negaran a proyectar la película. Pero como quiera, millones vieron el filme en los pequeños y modestos cines de barrio que, lamentablemente, ya no existen ni aquí ni allá.

Y es que esas modestas salas eran mucho más acogedoras –parecían una extensión de la casa—y el boleto era mucho menos caro que el de los cinematográficos de altas pretensiones. Resultado: más norteamericanos vieron la película que si la hubieran proyectado en los cines de las grandes cadenas.

Podemos hablar mucho de Orson, pero por lo que aquí nos interesa ya sólo diremos que, naturalmente, lo persiguieron por comunista en años de oro para los anticomunistas profesionales. En 1945 se tuvo que ir a Europa. Posteriormente volvió a su patria y ahí murió, como ya dijimos, a los setenta años.
 
Los extraños caminos de la vida
Y ahora, hablemos un poco de Hearst. Para que se den una idea de la clase de mal bicho que fue, les diré que, comparado con él, Ricardo Salinas Pliego es un hombre lleno de pureza espiritual.

William Randolph nació en San Francisco en 1863 y murió en California en 1951. Él no era periodista ni escritor ni nada. Sus padres eran ricos hasta llegar a los terrenos de la obscenidad. En un juego de póquer, papá Hearst ganó un periódico, The San Francisco Examiner, y como Hearst hijo era una especie de zombi, el viejo le regaló el diario para ver qué hacía con él.

Fue una decisión que causó mucho daño.

Hearst subió rápidamente la circulación. Su fórmula era bien simple: desplegar los escándalos, los asesinatos, los delitos sexuales. Si no había crímenes o violaciones, los inventaba. A él se le daba un ardite que sus notas se correspondieran o no se correspondieran con los hechos.

No era muy fino el tío. Me hace recordar aquella famosa línea de Cervantes: Puta la madre, puta la hija, puta la manta que las cobija. La primera esposa de Hearst se dedicaba a eso, al igual que su señora madre (la de la mujer, no la de William Randolph). El gran amor de su vida fue otra muchacha de muy ligeros cascos. Y es que Hearst era, finalmente, una gran puta, la madrota del periodismo más puto.

Para ponerle una cereza al pastel, pretendía hacerse pasar como un defensor de los derechos de las clases desposeídas. Naturalmente que esto era una farsa. Pero le daba resultados: llegó a tener 28 diarios, 18 revistas, cadenas de radio y una productora de películas.

Tiraba el dinero hacia todos los azimutes de la rosa de los vientos. Compraba en Europa toda clase de obras de arte, así como castillos enteros y los hacía transportar y reedificar en sus latifundios californianos, piedra por piedra. 

Todavía existe su palacio de Saint Simeon, asentado sobre un terreno de 970 kilómetros cuadrados. Invitaba a celebridades de todo el mundo a pasar allá el fin de semana. Entre sus huéspedes estuvieron Jack y Jacqueline Kennedy, Sir Winston Churchill y muchos otros personajes.
 
Magnicida a medias y mal administrador
¿Ganaba mucho dinero con sus periódicos? El asunto todavía se discute. En su magnífica novela Imperio, que les recomiendo sin reservas, Gore Vidal asegura que no, que William Randolph gastaba muchísimo más de lo que ganaba, pero que no había problema, porque a mamá Hearst le sobraban los billetes verdes y si la cadena de publicaciones cruzaba la frontera entre la solvencia y la bancarrota, solícita acudía la buena señora al auxilio de su niño.

Hearst se jactaba de haber provocado la guerra de 1898 contra España. Y toda vez que la llevaba mal con el Presidente William McKinley, publicó en las naves de papel de su mar de cieno una serie de dizque ingeniosas columnas supuestamente de humor negro en las que se daban consejos acerca de cómo asesinar a un jefe de Estado.

Se ignora si el magnicida las leyó. El hecho es que a las pocas semanas McKinley fue abatido por un asesino aparentemente solitario.

El amor y la política no se llevan bien
Este Hearst hacía cada cosa. Estaba locamente enamorado de Marion Davies, una hermosa actriz desprovista de talento. Pero Hearst tenía su estudio de cine que usaba como una arma y sus latifundios estaban amenazados por los revolucionarios mexicanos. Así que puso a sus escribanos a trabajar y filmó uno de los primeros seriales. Hoy nos da risa, pero entonces causó en Estados Unidos una intensa emoción y un profundo miedo.

El argumento, por darle esa dignidad, era el siguiente: Japón y México, aliados, invaden a la Unión Americana. Los ejércitos agresores entraban, desde luego, por California. Marion era una joven que huía de la brutalidad de los soldados japoneses y mexicanos, feos y malos, naturalmente, tanto éstos como aquéllos. Pobre Marion: su virtud, amenazada por greasers y yellow bastards.

Estos tíos al tiempo que pretendían adueñarse de Estados Unidos, estaban necios en su obsesión de violar a Marion, quien a pesar de todo, lograba conservar su virginidad. Proyectaba en la pantalla la imagen de la chica norteamericana bien educada, limpia, dulce, ingenua pero, al tiempo, tenaz y valerosa. Y patriota, desde luego, faltaba más.

Charlot le puso cuernos
Pero en la vida real Marion no era tan virtuosa. Corre todavía el rumor de que en un día equis del mes que sea en el año de 1924 Hearst sorprendió a Marion con Charlot, alias Charli Chaplin, follando con gran entusiasmo. Y esto durante una fiesta a bordo del yate del barón de la prensa chafa. William Randolph, quien no era un santo y siempre estaba armado, hizo varios disparos, pero era tan mal tirador como mal administrador y anda vete, que quien resulta muerto es Thomas Harper, padre del Western.

¿Fue cierto, es falso? ¿Lo inventaron los enemigos de Hearst? Vamos, no se necesitaba inventar nada. Marion le ponía los cuernos con la mitad del sector masculino de California y una cuarta parte de los representantes del sexo feo radicados o de paso en los demás estados de la Unión. Esto es un hecho: el magnate era cornudo.

Por lo demás, Hearst se desprestigiaba solo, sin ayuda externa. Qué clase de imagen tendría entre los norteamericanos pensantes que hasta lo expulsaron de las asociaciones exclusivas para ricos amantes del are, la cultura y el buen gusto, como El Club Bohemio.

Misterios de la vida
Lo que no entiendo es cómo fue que llegaron a colaborar con este hampón hombres de la talla de Jack London, Ambrose Bierce y Richard Harding Davis, por citar sólo a unos cuantos. En sus publicaciones, Hearst tenía incluso prohibido que se imprimiera la palabra socialismo. Cómo se corresponde esto con la historia ideológica de London, uno de los fundadores del Partido Comunista Americano y hombre plenamente identificado con la Revolución Mexicana, especialmente con su ala más radical: la gente de Ricardo Flores Magón.

Sin embargo, en su clásica novela El Talón de Hierro –en la que se anticipa veinte años al fascismo cuando la palabra ni siquiera existía--, London le rinde tributo a Hearst como un defensor de la clase obrera y de los derechos humanos. Y ¿cómo está esto si Bierce, London y Harding Davis, son tan, pero tan inteligentes, que no se podían dejar engañar ni por William Randolph ni por nadie? Averígüelo Vargas.

El rostro luminoso del periodista auténtico
Ya nada más unas palabras. El gran rival de Hearst fue un hombre radicalmente opuesto a él: Joseph Pulitzer. Hearst llegó al periodismo gracias a una apuesta que ganó su papá y ensució el oficio. Pulitzer, en cambio, nació para ser periodista. Hizo periódicos serios, profesionales, y los premios que llevan su nombre, sin tener una bolsa importante, sí poseen un gran prestigio. El que gana un Premio Pulitzer ya la hizo. Esa es la diferencia entre un periodista de raza y un crápula.

Ya para terminar, hay una película que trata de este combate entre Welles y Hearst. El título es RKO 281. Lev Schrieber hace el papel de Orson y James Cromwell es Hearst. Se las recomiendo. El filme, además de estar muy bien hecho, contiene un mensaje que vale la pena atender:

Si estás seguro de que actúas bien, sigue hasta el final. Tienes que ser uno de esos hombres que pueden ser destruidos, pero que jamás serán vencidos.

 

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