620 8 septiembre 2010 |
Es que lo engañan, Señor Presidente En la abundante anecdótica mexicana, esa que tiene que ver con los usos, mañas y costumbres en la manera de hacer y concebir la política, anecdótica construida con esmero y asombrosa prolijidad por generaciones de ínclitos y folclóricos priístas, este ítem fue de los más recurrentes: ante cualquier balconeada accidental o de mala leche de algún funcionario o gobernante relativamente menor, la reacción casi pavloviana de sus hasta entonces compañeros de partido era condenar al infractor, alegar ignorancia de los pecados del susodicho y declarar con fervor: “engañaba(n) al Señor Presidente” (o al Señor Gobernador, o al Señor Presidente Municipal, según fuese el caso). El –para todos los demás propósitos– omnisciente, omnipotente y omnisapiente Señor Presidente de pronto se veía degradado al nivel de cualquier hijo de vecino, engañado y traicionado (también con este calificativo solían aderezarse tales puestas en escena) por sus subalternos, como cualquier jefecillo de oficina o cualquier marido cornificado. El PRI no sólo nos heredó el país que tenemos. Mucho más deletéreo, si se lo piensa un poco, es que haya sentado escuela y heredado también las formas, los recursos, la concepción y los rituales de la política. Los caminos torcidos en el ejercicio de largas decenas de años podría intentarse enderezarlos y desfacerlos desde otra concepción de las cosas, con una actitud ético-política distinta y sobre una manera diferente de gobernar y atender a la cosa pública. Pero no existen. Izquierdas y derechas, revolucionarios y demócratas, ecologistas y “trabajistas” (usted siéntase en libertad de colocar las demás comillas donde le parezca pertinente) actúan, declaran y piensan todos del mismo modo. Sus códigos de conducta y sus razones mismas para dedicarse “a la política” son idénticos. En cualquiera de esas cosas llamadas “partidos” la masa de sus integrantes, mayor o menor, es concebida y tratada del mismo modo: como simple sustento numérico de las prerrogativas monetarias del “partido”, como aval inerte de la existencia y perpetuación de sus “dirigentes”, y como contingente de maniobra electoral. En ninguna de esas organizaciones, en ninguna, los miembros cuentan a la hora de tomar decisiones. Son rehenes inconscientes, o peor aún: felices, de grupos relativamente pequeños que periódica y sucesivamente se desempeñan como élite dominante más que dirigente. Los caminos para ingresar a esas élites también les son comunes. Quizá sólo en las fantasías ha existido el caso de algún líder partidista que haya llegado a serlo por méritos propios. La gran mayoría se ha incorporado a esa situación de privilegio mediante el mimetismo, la traición, el compadrazgo, la herencia familiar, los contactos, el servilismo, el oportunismo, la habilidad trepadora y, en general, mediante ese recurso del triunfador en este mundo de mierda: la ausencia absoluta de escrúpulos. De ninguna otra manera, entonces, podría comprenderse el libérrimo, fluido y frecuente transvase de individuos de un partido a otro. Fenómeno este que no indica una cierta madurez democrática del sistema y de sus integrantes, sino tan sólo una ósmosis movida por el interés individual, permitida por la fundamental identidad entre los “partidos” y facilitada por unas relajadísimas normas éticas según las cuales la identidad y la congruencia políticas están por debajo del interés electoral. Los individuos van y vienen de un partido a otro con una facilidad pasmosa; traidores cuando se van y borrón y todo olvidado cuando regresan. Quizá el caso más conspicuo sea el de Muñoz Ledo, quien tranquilamente y sin perder por ello ni un gramo de su pátina de “gran político”, ha transitado de figura prominente del PRI a miembro distinguidísimo y padre fundador del PRD con escalas varias, entre ellas la de integrante destacado de un gabinete panista. Igual pudo despachar bajo la cobertura de Fox que aparecer después en esos tragicómicos templetes, folclóricos escenarios de la política a la mexicana, en los que todos quieren aparecer lo más cerca posible del líder de turno, con expresiones de gente importante, puños alzados y demás. Y con la masa plebeya abajo, claro está. De todo esto el PRI es el generador primigenio. Lo mismo ha dado para inventar “partidos” nuevos con dirigencia y todo –la espeluznante Gordillo y el truculento Dante Delgado por ejemplo– que para prestar fundadores, gobernadores y un montón de diputados y senadores al PRD. Cual si se tratase de un baño purificador, el ingreso a este último opera el milagro de limpiar ipso facto de todo pecado anterior, incluso de los pecados que el propio PRD les atribuyó. Guadarrama antes, en Hidalgo, y Ángel Heladio Aguirre en Guerrero después, ambos acusados en su momento de delincuentes electorales y asesinato de perredistas, pudieron ello no obstante ser alegremente investidos, por el propio PRD, como sus candidatos a “puestos de elección popular”. Que toda la clase política –llamada así con más cursilería intelectual que sagacidad conceptual–, otro término adquirido de la sedimentada escuela priísta, sea en general el mismo detritus, me parece algo incuestionable para cualquier observador medianamente atento y que no esté bajo el influjo de esos liderazgos o fidelidades que obnubilan el razonamiento. Pero lo verdaderamente trágico son precisamente los pensamientos cautivos de personas regularmente sensatas y “buenas”, que todo lo justifican y todo lo tragan. Creer que el gandallismo –sana costumbre años ha adoptada y perfeccionada por “la izquierda”– de perredistas espurios (machetazo a caballo de espadas) es algo que desconoce “el presidente legítimo” equivale a comulgar con ruedas de molino, y extragrandes. La candidez no debiese formar parte del bagaje de quienes pretenden transformar el mundo, o el país, o la ciudad. No es elevando preces para que tal o cual queja “llegue a oídos y ojos de nuestro Presidente Legítimo” como se van a arreglar las cosas, sino abriendo los ojos propios. Confiar en que ya hay quien piensa y decide por nosotros podrá ser adecuado para cualquier grey religiosa (no por casualidad “grey” significa “rebaño”), pero nunca para una comunidad política, por más esforzada y sincera que esta sea. De otro modo seguiremos contemplando la historia interminable de la izquierda, desde los lejanos tiempos del Partido Comunista Mexicano, pasando por el PSUM y el PMS, hasta llegar al PRD actual. Las batallas que algunos ahora vislumbran otros las presentamos hace 31 o 32 años (y otros más incluso antes que nosotros), hasta llegar a la conclusión de que el estado de cosas era orgánicamente inmodificable. Y miren ustedes que esas cosas han cambiado... para empeorar. A tal grado que muchos de los dirigentes de entonces son los excluidos de hoy. Después de todo Amalia García, exrenovadora y gobernadora con más pena que gloria, y Pablito Gómez, exburócrata y sempiterno diputado-senador que debiese ingresar a los records de permanencia de Guinness, son garbanzos de una tonelada en medio de un océano de expriístas y uno que otro panista ahora revolucionarios-democráticos y “jefes” de “la izquierda”. Por cierto, ¿alguien se acuerda de los lejanísimos tiempos en que Cuauhtémoc Cárdenas era lo que López Obrador ahora? ¿Quién será el próximo? ¿Hasta cuándo seguirán siendo una grey?
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