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5 Septiembre 2011
15diario
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De milagros, limpias y reliquias

Víctor Orozco

Chihuahua.- Hace unos años, me encontraba con un grupo de amigos en el interior de la iglesia de San Juan Chamula. Los muros y lo que podía ser el altar estaban ahumados por los cientos de veladoras colocadas en el piso, sin las bancas características de todos los templos. Cada cierta distancia, entre los feligreses sentados o hincados en las ramas de pino dispuestas como alfombra, un hechicero o curandero frotaba un huevo en el cuerpo de algún doliente e igualmente pasaba una gallina por encima de las llamitas. Al menos un par de animales había sido ya sacrificado. En alguna oportunidad le pregunté a uno de estos hombres si el sacerdote les permitía hacer estas ceremonias no cristianas, la respuesta fue clarividente: "Aquí no tenemos sacerdote y aquí cabemos todos". No me dijo otra cosa y entendí que podían adorar a San Juan Bautista, a Cristo, a los santos colocados en los muros y al mismo tiempo invocar a otras dioses o fuerzas sobrenaturales, sin cometer desacato o caer en contradicción alguna. Siempre las deidades del politeísmo han sido menos excluyentes que el celoso dios de los monoteístas.

Tal y como han hecho numerosos pueblos, los chamulas conservaron o recrearon sus antiguos cultos, los fundieron con el catolicismo entendido a su manera y los siguen practicando. Igual que en Cuba, donde nos informaba el escritor Julio Travieso la semana pasada, hay unas dos millones de personas practicantes de la santería, el vudú u otra religión originaria del África. Imposible de resistir el empuje y la opresión de los europeos, estas comunidades asumieron la nueva religión como mejor pudieron. Los chamulas adoptaron a San Juan Bautista por encima de Cristo y pusieron su propia cruz, símbolo prehispánico heredado de los mayas, sus ancestros. Por su parte, los esclavos de las Antillas identificaron a San Lázaro con Babalú Ayé y a Santa Bárbara con Shangó.

Ayudó mucho a esta simbiosis el carácter del catolicismo, el cual ofrecía la posibilidad de una gama de incontables santos, vírgenes, ángeles, arcángeles, etc., representados en estatuas y pinturas. Calzados, descalzos, cruzados por lanzas, sangrando, a caballo, con escobas, con armaduras, guerreros, labradores, en banquetes. En fin, reproduciendo la vida cotidiana. Todos ellos fueron otras tantas deidades posibles, objetos de adoración y hacedores de prodigios. Una mezcla muy similar a las antiguas religiones politeístas africanas o americanas. Pero no sólo eso, también había objetos milagrosos o mágicos: estatuas que lloran, cruces que espantan a los demonios y a las enfermedades, relicarios que frenan a las flechas y a las balas, mantos indestructibles, cadáveres incorruptos...

¿Pueden entonces causar extrañeza estas amalgamas culturales y religiosas?. No, a mi juicio. Y por ello, es bastante entendible que muchos de los fieles presentes en la Basílica de Guadalupe para venerar las reliquias del Papa Juan Pablo II, antes o después de pedirles algún favor, acudieron con alguno de los curanderos instalados en las afueras con el propósito de practicarse una limpia. La iglesia por supuesto condena estas prácticas rivales. Uno de sus voceros informaba: "Desde el momento en que se atribuye a cosas materiales el poder que sólo Dios tiene, entramos ya en el campo de la superstición que sustituye a la fe. Y desde el momento en que se trata de manejar fuerzas ocultas y secretas para lograr la salud o la liberación de los males morales, entramos de lleno a la magia o a la brujería...Estos actos son un abuso de la religiosidad popular".

Ahora bien, ¿hay alguna razón por la cual tiene mayor poder curativo o para atraer fortuna o alejar males la cápsula con sangre del pontífice romano que el huevo del experto chamán? ¿En sustancia, existe alguna diferencia entre las reliquias del Papa y los trípodes de pino de los chamulas o los tambores milagrosos de los santeros, o las huacas adoradas por los pueblos andinos? Ninguna. Lo único que distingue a unos objetos de otros, es algo externo a ellos mismos, esto es, el poder político y cultural de la convención u organización que respalda su conversión en materiales sagrados.

La iglesia puede dotar a una parte del cuerpo de algún beato o santo, algún ropaje de su uso personal, alguna fibra de tela que rozó su mano, una gota de su sangre, un utensilio, en objeto de veneración y hasta edificarle capillas o templos. El culto a las reliquias católicas está cubierto por toda la parafernalia o aparato de que dispone la poderosa institución, auxiliada además por el Estado y los medios de comunicación, pero no tiene más valor explicativo que el de cualquiera de los profesados por los pueblos conquistados o esclavizados. Despojadas las famosas reliquias de estos ropajes, quedan como lo que son: fetiches tan elementales como los tótems ante los cuales se postraban los primitivos y aterrorizados pobladores cuando escuchaban el trueno.

De esta suerte, una mundana orden eclesiástica, hace que la ampolleta con sangre del Papa, su figura en cera, la cajita de madera propiedad de la madre Teresa, transiten de la simple condición de cosas a la de cuerpos taumatúrgicos. No así el huevo, los tambores o la gallina de los otros, que permanecen en su miserable estado de instrumentos de hechicería "para abusar de la religiosidad popular". Sin embargo, ambos son recibidos por los creyentes, quienes no encuentran problema en colocarlos juntos en sus devociones, sin pelea entre ellos, cavilando con lógica contundente, que en su desnudez son iguales. (Entre paréntesis, de la misma manera podrían obrar las sumisas y condescendientes autoridades, por ejemplo las de Chihuahua, que convocan en edificios públicos a la alabanza de las reliquias católicas.)

En el fondo de todas estas adoraciones idolátricas, se encuentran dos explicaciones. Por una parte, el uso de la credulidad y de los temores colectivos, ya por los modestos curanderos o brujos, ya por los encumbrados administradores de la fe católica, asociados o integrados lo largo de los siglos con los dueños del poder económico y político. Pero, la sola manipulación es insuficiente para dotarnos de una ilustración completa. Esta religiosidad encuentra su otro fundamento en las condiciones generales que hacen necesarias las ilusiones en la existencia del "más allá". En otras palabras, la religión se presenta como un vehículo de los de arriba, para dominar a los de abajo y como una necesidad de éstos para sortear las duras vicisitudes de la vida. No en vano a ésta se le representa con insistencia, en la tradición judeo-cristiana, como "un valle de lágrimas". Y de allí también la caracterización de las religiones como el opio de los pueblos, expresión para nada peyorativa, puesto que solo trata de sintetizar y acentuar su función de escape o refugio.

¿Podría sostenerse con argumentos racionales que una religión es verdadera y otra no? ¿Posee el creyente musulmán algo más que su fe para persuadirnos de que Alá es el Dios verdadero y Mahoma su profeta? ¿Que en el Corán -y no en la Torá o la Biblia- está escrita la palabra divina?. ¿Que es un mandato sagrado reservar para los varones la responsabilidad y dignidad de ayatolas o conductores? No, sin duda, pero tampoco el judío o el cristiano pueden responder positivamente si se les interroga de manera parecida sobre sus creencias. Al último, en todos, el único sustento es la pura afirmación y por tanto, la conclusión es inevitable: o todas las religiones y todos los dioses son verdaderos o todos son falsos, meras fábulas. Ello incluye a los invocados por hechiceros, santeros, curanderos, maestros, sacerdotes, rabinos, mullahs, hermanos, profetas o pastores de todos los ismos. Ninguno puede demostrar mayor credibilidad que el otro, ni exhibir mejores títulos.

Debate antiguo por supuesto, que arranca desde la Grecia clásica por lo menos. Benedict Spinoza, este gigante del pensamiento libre, formulaba de esta manera la cuestión en la segunda mitad del siglo XVII: "Todas las religiones usan la misma clase de garantías para demostrar sus verdades. Veo igual persuasión en todas partes, igual celo, igual devoción por los dogmas, cuya verdad cada uno dice estar listo a sellar con su sangre". Y ciertamente, durante siglos tales verdades han sido selladas con sangre, que ha corrido a raudales en cruzadas y guerras santas, hasta nuestros días.

Estas matazones para discernir cual mito debe imperar son los extremos. En medio de éstos, han florecido persecuciones, intolerancias, expulsiones y ruindades sin fin. Si no fuera por los audaces, -que nunca han faltado- desafiantes de la autoridad y del poder de las religiones organizadas así como del fanatismo religioso, la humanidad todavía estaría hundida en la Edad Media, no sin justificación llamada de las tinieblas. En cada recodo de este camino hacia la libertad y la razón, existe sin embargo el peligro del retroceso. Sus partidarios, sobre todo los ubicados en las cúpulas dirigentes de los poderes fácticos -iglesias, bolsas, bancas, medios- pueden doblegar gobiernos para cancelar conquistas como la enseñanza laica. Sometidas las escuelas, moldear cerebros y acabar con el espíritu crítico son tareas sencillas. Siempre el dominio de las mentes -a través de reliquias, huevos, tambores o gallinas- ha precedido al dominio de las personas o lo ha garantizado.

También a través de partidos, banderas, ideologías, pero esto por ahora es harina de otro costal.

 

 


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  © Luis Lauro Garza Hinojosa