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939 30 Noviembre 2011

FRONTERA CRÓNICA
Visita a Monterrey
J. R. M. Ávila

M
onterrey.-
Cuando Nadia y Manuel, habitantes de Nueva York, recibieron la invitación para asistir a la boda de Lucinda y Eduardo en Monterrey, se llenaron de júbilo, sobre todo porque les brindaban el honor de ocupar un lugar en la mesa principal. Así que, sin más, empezaron a planear el viaje, el atuendo que usarían, la estancia, los traslados y hasta lo que iban a comer (carne asada, cabrito, machacado, comidas míticas de por acá).

Manuel había visitado Monterrey cuando niño. Y Nadia, aunque vivió algunos años aquí, tenía mucho tiempo sin visitar la ciudad. De manera que decidieron buscar información en Google y poner atención a las noticias en televisión para no venir a ciegas.

Pero el júbilo se les enfrió poco a poco porque encontraron advertencias sobre el significativo incremento de robos a mano armada en restaurantes, cafeterías y tiendas de alimentos del área metropolitana; sobre enfrentamientos armados entre bandos del gobierno y de diversos cárteles de la droga; y sobre muertes colaterales, provocadas por tales enfrentamientos.

Fue entonces cuando dudaron de asistir a la boda y les dieron vueltas y vueltas a los pretextos. ¿Dirían que no había vuelos de Nueva York a Monterrey? ¿Dirían que a Manuel no le habían permitido faltar en su trabajo? ¿Dirían que pronosticaban mal tiempo y no podían exponer la salud de su hija? Cualquier cosa, menos reconocer que el miedo les invadía.

¿Cómo zafarse del compromiso sin quedar mal? La fecha se aproximaba y nada se les ocurría. Ya ni querían entrar a Internet ni encender el televisor para no alterarse más. Finalmente decidieron que lo único que podían hacer era permanecer sólo el tiempo suficiente en Monterrey, de manera que llegarían el viernes por la tarde y se regresarían el lunes apenas amaneciendo.

Lucinda y Eduardo pasaron por ellos al aeropuerto para llevarlos a cenar. Aunque los visitantes esperaban ser víctimas de una balacera, el robo del auto, un asalto o un secuestro, la amenaza quedó sólo en sus pensamientos. Por el temor, apenas apreciaron de reojo el Cerro de la Silla.

La cena resultó apacible, aunque temieran que de un momento a otro se presentaran algunos forajidos y los atacaran de mil y una formas. El desplazamiento hacia la casa de la abuela de Nadia fue de lo más tranquilo. Se sorprendieron de que hubiera gente en las calles a las diez de la noche y de que el tránsito se mantuviera casi tan denso como en el día.

Confundieron los reflectores de los casinos con el faro de comercio, admiraron la iluminación de la ex-fundidora y, cuando casi se tranquilizaban porque todo parecía muy normal, los temores regresaron al llegar a la Linda Vista y encontrar sus calles desiertas.

El sábado, con el ajetreo de la boda, olvidaron que estaban en la temible ciudad de Monterrey. El día transcurrió entre peinados, maquillajes, trajes y vestidos de gala, traslados sosegados, llegada puntual a mediodía a la deslumbrante quinta, árboles centenarios, arroyuelo reciclado a mitad de terreno, hermosas lomas alrededor, ceremonia emotiva y fuera de serie gracias a la jueza, comida deliciosa, bebida al por mayor, baile maratónico, fotos con y sin pose, música elegida con excelente gusto. En fin, terminó la fiesta y todo sereno.

Cuando llegó la noche, las personas más allegadas a ambas familias se dirigieron al hogar de los recién casados y se inició la tornaboda con cerveza, un menudo al que nadie pudo decir no, un conjunto regional (fara fara) que tocaba con entusiasmo, conversación más relajada, sillas y mesas a las que nadie atendió, cambio de atuendo y zapatos, alegría compartida por doquier. A esas alturas, ni Nadia ni Manuel se acordaban de las advertencias.

Al filo de la media noche se acabó la música y los asistentes empezaron a despedirse. Nadia y Manuel regresaron a la Linda Vista y las calles desérticas les recordaron dónde estaban. Además, quienes los llevaban en auto, durante el trayecto platicaron de la inseguridad, de la policía, de los soldados, de los retenes, de los secuestros, razón por la cual se instalaron en la casa de nuevo con temor.

El domingo las conversaciones se repitieron en el mismo tenor, pero poco a poco se dieron cuenta de que se hablaba de todo aquello como si se tratara de lo más natural del mundo. Las calles estaban pobladas durante el día, mucha gente iba vestida de amarillo, con la playeras de los Tigres, que por la noche jugaban con Pachuca, y ese día terminó con más tranquilidad que los anteriores.

Nadia y Manuel regresaron el lunes a Nueva York, contentos por los tres días que habían pasado en Monterrey pero confundidos ante las advertencias y las noticias que encontraban de nuevo. ¿Era la misma ciudad que habían visitado? Cualquiera diría que no.

De manera que, aunque había sido un viaje para recordar, decidieron creer más en lo que otra gente decía de Monterrey que en lo que ellos mismos habían presenciado.

¿Una nueva visita? Tendrían que pensarlo mejor.

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