CONFESIONES
J. R. M. Ávila
—Confieso, padre, que vi desnuda a mi prima Lupe.
—¿Cuándo?
—Ayer, mientras se bañaba.
—¿Y qué más?
—Es que...
—Te tocaste mientras la veías.
—Sí, padre. ¿Es pecado?
—Grande. Sobre todo cuando la mujer es bonita de cara y de cuerpo.
—¡Ay, padre!
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—Me acuso, padre, de que me gusta mi primo Juan.
—¿Y él lo sabe?
—No sé.
—¿Se lo has dado a entender?
—No sé, padre.
—¿Por qué no sabes?
—Es que ayer, mientras me bañaba, lo oí llegar y abrí la ventila del baño para que me viera.
—¿Y te vio?
—No sé, padre, cerré los ojos.
—Ah.
—¿Es pecado?
—Sí, hija.
—¿Aunque no me haya visto?
—Depende. Si la mujer es bonita de cara y de cuerpo.
—¿Y usted cree que yo?
—No sé. Bonita cara, tienes. Bonito cuerpo...
—¿También?
—No sé. Tendría que verlo.
—¿Usted?
—Para saber si es pecado, nada más.
—¿Es necesario?
—A menos que te quieras condenar.
—¿Qué hago entonces?
—Espera en la sacristía hasta que me desocupe de confesar. Mientras, vas rezando unos padrenuestros y unos avemarías.
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—Quítate la ropa y me dices cuando estés desnuda.
La muchacha obedece con timidez. Se cubre pudibunda.
—Ya, padre.
—Párate bien. No te cubras.
El sacerdote camina a su alrededor.
—Recuéstate.
—¿Para qué?
—Te voy a ungir para que se aparten de ti los malos pensamientos.
La muchacha obedece. El sacerdote se humedece las manos con aceite. Frota la piel y la muchacha se excita. Todo sale a pedir de boca para el hombre que se oculta detrás de la sotana.
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