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1124 15 Agosto 2012

 

FRONTERA CRÓNICA
Nos sentimos anulados
J. R. M. Ávila

Monterrey.- Que el secuestro es un delito del que la autoridad no se entera, lo escuchamos, lo leemos o lo vemos en periódicos, televisión, radio, revistas e internet; siempre de lejos, como cuando vemos la lluvia a salvo, sin que nos moje.

Que hay secuestros de los que sólo se libra pronto quien tiene dinero con qué responder de inmediato, lo vemos como algo que sólo le sucede a otra gente, demasiado lejos, como si nosotros fuéramos invulnerables, intocables.

Que el monto del rescate es tan grande o tan pequeño como la banda que perpetra el secuestro, lo sabemos por pláticas o de oídas, pero hacemos caso omiso, como si le sucediera únicamente a gente adinerada.

Que a veces para liberar a una víctima de secuestro, se pide no nada
más una cantidad de dinero acordada sino una lista de personas candidatas a secuestro, es algo que nos ha contado alguien a quien se lo ha contado otra persona. Lejos, lejos de nosotros siempre.

Que a veces, aunque se pague el rescate, los secuestrados aparecen muertos en algún baldío, a orillas de una carretera o en despoblado, es algo que parece no tocarnos, algo que sólo sucede en las películas.

Que hay una especie de manual de procedimientos para secuestrar a una persona, desde ser vigilada, seguida y estudiada, hasta consumar el secuestro, nos parece ciencia ficción y, por ende, tendemos a minimizarlo.

Decir que la población tiene un miedo enorme al secuestro y que a veces ese miedo raya en el terror, parece exagerado; sobre todo
cuando oímos y contamos chistes acerca de secuestradores y secuestrados.

Pero cuando secuestran al hijo de un amigo porque lo confundieron con otra persona, y lo regresan casi de inmediato, golpeado, amenazado, amedrentado; entonces sí, cambia la manera en que percibimos un secuestro y notamos lo vulnerables que somos, lo desprotegidos que nos tienen las autoridades.

Es entonces cuando el terror se materializa. Nos invade una profunda consternación al enterarnos del secuestro. Es difícil expresar lo que sentimos: temor, furia, impotencia, rabia, irritación, emociones revueltas, todas juntas. Es complicado describir el estado en que nos vemos envueltos.

Entonces nos parece natural tener miedo. Y no hablamos de miedo por lo que pueda sucedernos a nosotros mismos, sino por lo que pueda sucederle a quienes nos rodean y apreciamos, sin cuya presencia el miedo sería menor.

A nuestro amigo, padre del joven secuestrado, quisiéramos decirle algo más que palabras, pero sabemos que mientras menos digamos será mejor. Quisiéramos que tuviera claro que no está solo, que sentimos lo que le sucedió a su hijo como si le hubiera sucedido a uno de los nuestros, que esperamos que esto se detenga pronto y llegue un momento en que lo recordemos como algo que le sucedió a gente lejana.

Palabras nada más. Sólo eso tenemos y dudamos que en algo le puedan ayudar.

Y entonces nos sentimos anulados.

 

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