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1151 21 Septiembre 2012

 

El sol volverá a salir
Hugo L. del Río

Monterrey.- “Llegaron los gringos y empezaron los trancazos”. Esa fue la primera línea de la excelente crónica que escribió Luis Mario Leal sobre la batalla de Monterrey en la guerra del 46.

El texto nunca se publicó. Una de tantas frustraciones que vivimos Luis Mario y sus amigos. Pero así es Monterrey, en estos días de manteles largos por su cumpleaños. Nuestros mayores colocaron a la ciudad en el mapa del reconocimiento y respeto del mundo entero. Primera siderúrgica de Iberoamérica; una Universidad que, pese a muchos de sus rectores, maestros y alumnos, cada día es mejor; cerveza que no le pide nada al lúpulo de Pilsen.

Hoy, mandan los canallas, pero esto también pasará. Monterrey tiene mucho corazón para dejarse vencer: ésta es la tierra donde don Alfonso Reyes dijo sus primeras palabras, caminó sus primeros pasos, leyó sus primeros libros…y vio por vez primera el cadáver de un hombre asesinado. El cabo Mata, quien lo acompañaba en su paseo por las orillas del Santa Catarina, lo tomó de la mano y le dijo “¡Vámonos¡”

Federico Cantú mandó construir un güisquiducto del Ancira a Los Relices: se sabía de memoria la escritura de su mamá, Lorelei, y quería regar aquellas líneas con las aguas escocesas; y Adriana García Roel ganó en su juventud uno de los premios literarios más importantes de México.

Tenemos tanta gente grande que le dio nobleza y carácter a esta ciudad: el doctor Eduardo Aguirre Pequeño se inoculó el virus de una enfermedad para descubrir el modo de curarla y don Eugenio Garza Sada salió a la calle a darse de puñetazos con los sindicalistas que pretendían tomar por asalto la Cervecería. Oh, sí: podemos hablar sin siquiera exagerar de grandes periodistas que les daban el quince y las malas a los defeños: don Pancho Cerda y mi hermano Romeo Ortiz Morales. Y si no nacieron en Monterrey, aquí se formaron esos maestros pintores que son Guillermo Ceniceros y Gerardo Cantú.

El maestro Francisco Zertuche fue el mejor investigador de Sor Juana, como el doctor Alfonso Rangel Guerra lo es de su tocayo el hijo del general. Irma Salinas Rocha desafió a su familia y a su clase social y publicó su verdad. Y entre tanta grandeza vivimos momentos de risas y sonrisas, como aquella noche del 15 de septiembre: Juanito Cejudo hacía la primera transmisión radial fuera de estudio y entrevistó al gobernador a la entrada del casino: se lo advirtió pero el Ejecutivo no hizo caso, puso la mano en el largo tubo que sostenía al micrófono, se le enredó algún cable  y saltaron chispas azules. “Ah, chingao, esta madre da toques”, hizo saber el gober a todo Nuevo León.

Tuvimos también gente de mezquindad: Luis M. Farías: celoso vigilante de la moral y las buenas costumbres al grado de ordenar el decomiso de los libros de Irma; Eduardo Livas Villarreal, la esperanza de la izquierda que se convirtió en la pesadilla de Nuevo León: amafiado con el industrial dueño de Cristales Mexicanos de cuyo nombre no quiero acordarme, robó a cientos de familias los ahorros de toda la vida con el fraude de la Nueva Castilla; Eduardo fue también socio del sinaloense Leopoldo Sánchez Célis. Y qué. Por cada perverso, diez mil ángeles de codo abrillantado.

Tenemos a esa anomalía de la naturaleza que fue el doctor Ángel Martínez Villarreal: inteligencia, valor, cultura, noble de alma y espíritu: norteño de bonhomía. Ahora matan a nuestra gente en las calles y en sus casas, pero no pueden asesinarnos a todos.

Y tampoco estamos hechos de mantequilla: gringos y franceses tuvieron aquí guarniciones y no se tocaban el corazón para tratarnos manu militari; el río cubrió a Monterrey en 1909 pero la ciudad resurgió de las aguas y a la tragedia de la inundación siguieron las balaceras y los cañonazos con las legiones de Villa, Carranza, Escobar. No somos gente débil: nuestros mayores ganaron la batalla del Cinco de Mayo, las guerras de Reforma, Intervención y el imperio y guerreros de Nuevo León tomaron el sable de Maximiliano y lo fusilaron.

De Jalisco nos llegó Gonzalitos. Caminante ciego y en ocasiones solitario recorriendo las calles para atender a sus enfermos; Andrés Huerta nos dio su canto, Alberto Ramos le regaló a Monterrey sus lienzos y Manolo Martínez y Eloy Cavazos entendieron que al toro se le mata con arte porque el astado es animal de coraje y prefiere caer en la arena dorada por el sol antes de perecer al golpe ruin del carnicero.

“Para ti la noche es joven, pero yo debo retirarme”, le dijo don Raúl Rangel Frías a mi amigo Arturo Cantú. Don Pepe Alvarado y el joven centenario de Juan Manuel Elizondo habrán aprobado esa despedida. Volveremos a encontrar el camino: tenemos el recuerdo vivo de hombres como el maestro Humberto Ramos Lozano y ese caballero fuera de serie que es don Alfonso Reyes Aurrecoechea. Y no me olvido de Pablo O´Higgins ni de Samuel Fern: están entre nosotros.

Yo nací aquí, si bien mis raíces son de Sinaloa y Durango. En esta tierra ---donde conocí el amor y los besos de una muchacha quien correspondió a mi querer— descansan las personas que más amo. En su momento me reuniré con ellas.

Decía Nietzche que el hombre, luego de caminar entre las estrellas, regresaba a su aldea natal. Es cierto: todo deja huella: lo bueno y lo malo, la traición y la lealtad, el hambre y el hartazgo, la soledad y la compañía del afecto. Moriré aquí.

¿Por qué, precisamente hoy, me remuerde la conciencia, con tardanza de décadas, al recordar a la joven mongola a quien una noche de luna llena dejé plantada a la entrada de la Gran Mezquita de Samarcanda? Por güevón: me quedaba muy lejos del hotel. Bah: a mí también me dejaron bajo la lluvia o el sol un millón de veces en plantón que hoy me llena de buen calor el alma.

Monterrey, feliz cumpleaños: el sol volverá a salir.

 

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