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UN COLADO EN LA OCDE
José Blanco

El 18 de mayo de 1994 México fue aceptado como miembro de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo (OCDE): fue una pifia del comité evaluador, producto de la bola de humo que le pasó Carlos Salinas, el Consenso de Washington y la firma del TLCAN.
Después de tres lustros de pertenecer a la organización, no cumplimos con los requisitos que establecieron los mandones del mundo para ser miembro de la misma; pero echarnos sería reconocer la pifia cometida por la propia OCDE.
Chile acaba de ser aceptado como el miembro número 31. Entre los argumentos que se expresaron para explicar su entrada (antes que Estonia, Israel, Rusia y Eslovenia, que están en espera de respuesta a sus solicitudes de incorporación), se hallan: “la seriedad de sus políticas públicas en las dos últimas décadas, ejemplo para las economías emergentes”. “Chile está cada vez mejor conectado con la economía mundial y su producto interno bruto ha crecido a un ritmo medio anual de 5.5 por ciento”. Chile “es una demostración palpable de cómo un país pequeño, abierto, sometido a los embates de la crisis igual que todos los demás, puede resistir mejor a lo inesperado si tiene buenas políticas públicas y lleva a cabo un exitoso proceso de reforma”. Nada de esto puede decirse de México.
Son miembros de la OCDE: Alemania, Australia, Austria, Bélgica, Canadá, Corea, Dinamarca, España, Estados Unidos, Finlandia, Francia, Grecia, Hungría, Irlanda, Islandia, Italia, Japón, Luxemburgo, México, Nueva Zelanda, Noruega, los Países Bajos, Polonia, Portugal, el Reino Unido, la República Checa, la República Eslovaca, Suecia, Suiza, Turquía y ahora, Chile. ¿Nos parecemos en algo a esos países? Por supuesto que no: en todos los indicadores económicos y sociales de estos miembros de “ligas mayores” (así los llamó Michelle Bachelet), estamos en el último lugar (en algunos rubros rivalizamos con Turquía por alcanzar el fondo del sótano). Es altamente probable que el factor decisivo para ser aceptados entre los ricos, sin serlo, fue una anticipación extrema respecto de lo que los nuevos liberales mexicanos y los del mundo desarrollado pensaban en 1994 que iba a ocurrir con México, después de la firma del TLCAN. Todos se equivocaron.
Diez años después de nuestra entrada triunfal a la OCDE, la propia institución dijo entre otras lindezas: “Las amplias reformas estructurales de los últimos 15 años, incluyendo la entrada al TLCAN, no han generado aún un incremento inequívoco (nótese el retruécano “pudoroso”) en la productividad laboral y la productividad total de los factores. Las proyecciones de crecimiento potencial del PIB se modificaron a la baja para alcanzar niveles inferiores a 4 por ciento, ritmo demasiado lento para eliminar el diferencial de niveles de vida con respecto a otros países de la OCDE” (Estudio económico de México, OCDE, enero de 2004). A pesar de la formulación “demasiado lento”, la OCDE se estaba haciendo la miope con las cifras. México creció en promedio a 0.5 por ciento entre 1980 y 2005, o a 1.5 por ciento anual, si eliminamos la década perdida. Cifras que comparan muy desfavorablemente con 3.2 por ciento de aumento del producto en los 40 años que van de 1940 a 1981 (cifras de Inegi).
Creamos un enclave exportador: el comercio exterior tenía una de las mayores tasas de crecimiento, acompañado de los pésimos resultados del PIB referidos; y es que el espectacular río de nuestras exportaciones manufactureras no tenía prácticamente ninguna incidencia en el resto de la economía.
El diferencial del PIB per cápita de México en relación con el de Estados Unidos era uno de los más amplios de la zona de la OCDE, pero aumentó debido a que durante la década de 1990 tuvimos una de las más bajas tasas de ese indicador. Los autores del Estudio, creían que “los beneficios de las reformas pasadas podrían tardar en manifestarse, pero no queda claro que exista un gran potencial de mejoría en la productividad”. Sí estaba claro: no existe ese potencial, porque el dualismo estructural (enclave exportador y resto de la economía) no lo resuelve el mercado.
Con el falso pudor con el que en general fue escrito el Estudio, se decía que “el capital humano es un factor esencial del crecimiento, tanto de manera directa al mejorar la calidad del trabajo como insumo, como por el hecho de que facilita la adopción de nuevas tecnologías. Mejorar el acceso a la educación ha sido una prioridad de las políticas gubernamentales de México durante las últimas décadas, hecho que resulta apropiado. Sin embargo, aún hay problemas de cobertura y de calidad de los servicios educativos”. Falso, no ha sido apropiado en lo absoluto.
Nada ha mejorado desde la fecha de elaboración del Estudio referido (2004) y sí diversos rubros han empeorado. Continuamos sin política de desarrollo a largo plazo y seguimos con una tilica política de corto plazo desplumada como un pavo navideño. Se nos vino la crisis internacional encima, y el único país latinoamericano miembro de la OCDE, socio del autonombrado “Club de los países desarrollados”, fue de los más profundamente afectados. Está claro que las reformas llamadas “estructurales” diseñadas en el FMI y en la propia OCDE, y el desmantelamiento de la política de corto plazo con que nos instruyó el Consenso de Washington, requieren de un cambio radical del proyecto económico de México.

La Jornada

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