cabeza
Google

GOTITAS DE HISTORIA
(Diálogo con Don Benito Juárez)
Rafael González Ramírez

El 1° de enero de 2010, es la fecha en la que oficialmente se inician los festejos del bicentenario de la Independencia de México. Decidí darme tiempo y aprovechar las vacaciones decembrinas para platicar con el personaje más grande de la historia de México. Me venció la tentación de venir hasta Cd. Benito Juárez, aquí en Nuevo León, donde se encuentra una estatua de nuestro Benemérito. Está ubicada en una rotonda (glorieta), a la salida de la ciudad hacia Reynosa.

Algunos amigos que saben de mi amistad con Don Benito me han preguntado por qué fui a verlo hasta allá, habiendo otros monumentos más cercanos. Yo les respondí que además de ser una estatua muy bien hecha, se encuentra en una ciudad que lleva su nombre y porque ésta, en particular, había sido noticia nacional e internacional en días pasados.

En este sitio se batieron a balazos, granadas y otras armas, los soldados de la Marina Armada de México con un grupo de sicarios del crimen organizado; cuando estos últimos huían de un enfrentamiento con miembros del ejército, en una quinta campestre.

Pues bien, ya frente a él, y después del habitual saludo, le pregunté:

  1. Oiga Don Benito, ¿ya sabe por qué estoy aquí, verdad?

 

Con un ceñudo gesto y casi sin abrir la boca, me contesta:

  1. ¡Claro que sí!, usted es igual de inquieto y preguntón que Isidro Montiel y Jesús Castañeda, del “siglo XIX”, ellos y los del “Padre Cobos” me tenían enfermo con sus pasquines aquellos… ¿lo recuerda usted?

 

  1. Sí, cómo no, fue en 1871, después de la muerte de Doña Margarita y de su rompimiento con Sebastián y Miguel Lerdo de Tejada, pero sobre todo con Don José María Iglesias, que junto con Porfirio Díaz, querían ser candidatos a la presidencia de México al término de su mandato. Pero finalmente usted se reeligió con el apoyo del pueblo. Y vea, estamos llegando al 2110, Don Benito…
  1. Estos ya son otros tiempos (me interrumpió y me dijo) y también otros balazos. Déjeme decirle que la balacera que me armó la gente de Leonardo Márquez en Villa de Santana, cuando huíamos hacia Manzanillo, y las del engreído “generalito” Miguel Miramón, cuando intentaba sitiar Veracruz para aprehenderme, fusilarme y luego quedarse con el país entero. Creí que esos habían sido los balazos más cercanos a mi cabeza, pero fíjese que no.

 

Hace sólo dos semanas, al filo de las cuatro o cinco de la tarde, cuando me divertía viendo pasar automóviles y gente caminando a mi alrededor, mientras disfrutaba el tabaco de mi habano, vi venir de Monterrey varios transportes militares con soldados.

Parecían paisanos oaxaqueños, prietos y bajitos como yo, pero muy decididos; le digo porque hasta me voltee para observarlos… en eso estaba, cuando por el libramiento del pueblo, venían de San Mateo no sé cuantas camionetas muy modernas, con civiles empuñando armas largas, de esas que no había en mi tiempo.

Y como si se hubieran puesto de acuerdo, aquí a mis pies, donde usted está parado, empezaron a dispararle a los soldados. Los militares ya venían preparados, pues luego escuché que acudían en auxilio de otros militares en una quinta campestre y repelieron la agresión de inmediato. Yo quería echarme al suelo para protegerme, pero ¡cómo!, si mis pies estaban sellados al concreto.

Recé y pedí a Dios que me salvara, ya sabe usted que siempre fui católico, no “mocho”, pero sí creyente. Las balas zumbaban tan cerca de mi cabeza y cuerpo, que si se fija bien, a lo mejor encuentra una incrustada en mi saco e en mi chaleco. Sentía tanto miedo que hasta se me olvidó que era sólo una estatua.

Cuando vi los cadáveres tendidos a mi alrededor, a los heridos quejándose, una camioneta incendiada y mucha gente corriendo; sentí rabia e impotencia, que luego se convirtieron en resignación, igual que en Villa de Santana. Murieron muchos sicarios, pero también civiles inermes y sin culpa alguna.

Esto es una verdadera desgracia, porque los sicarios eran también mexicanos, aunque desorientados, queriendo obtener con esas actividades criminales, el bienestar de ellos y sus familias. Quizás cansados por tanta marginación e injusticia que cotidianamente les “regala” esta sociedad tan fría y egoísta, que por siglos le ha negado a los pobres la igualdad de oportunidades; tal como lo consagra en sus páginas la “Constitución”; aquella por la que tanto luché y que por la obstinación de los “poderosos” y los “mochos”, costó tantas vidas.

Estoy triste, muy triste, y créame que si tuviera lágrimas, no me dolería verterlas por aquellos inocentes que pierden la vida en esta lucha tan desigual… yo ya sabía que iba a pasar eso, pero yo morí y ustedes le permitieron llegar a la presidencia al buen Porfirio, al inocente de Madero, al bribón de Obregón y para rematarla, a un tal “Salinas” que, según veo, desde aquí les “volteó la jícara” y derramó su contenido… Bueno, ¡eso ni modo de cambiarlo!

Antes de dejarlo ir, doctor, quiero que me haga un gran favor: que les figa a los buenos mexicanos de hoy, que deben ser mucho más que los malos, que estoy en contacto permanente con Don Melchor Ocampo, mis paisanos Manuel Ruiz y Matías Romero, con Guillermo Prieto y algunos generales bien intencionados; que podríamos venir, cuando ustedes lo decidan, a “echarles una manita” que bien que les hace falta…

Inclusive podría llamar a Santos Degollado, a Mariano Escobedo, Ignacio Zaragoza, Manuel Doblado, o bien a los intelectuales que llevaron el peso de elaborar las Leyes de Reforma (por cierto, creo que eso es lo que ustedes necesitan), como fueron: José María Iglesias, Miguel y Sebastián Lerdo de Tejada, Valentín Gómez Farías, entre otros ilustres que, aunque disentían conmigo y al final no comulgamos, fueron la parte intelectual de aquel gran grupo de mexicanos que llevaron conmigo la carga jurídica, militar y política para la promulgación de esas leyes, en la lucha por la República y su nueva Constitución que, aún modificada en 1917, después de otra Revolución, todavía rige los aconteceres cotidianos de todos los mexicanos. Ahí se lo dejo de tarea, doctor…

Ya no me dejó hablar, fijó su mirada en el cielo y aspiró con fuerza el humo de su habano. Entonces comprendí que la entrevista había terminado…

 

Para compartir, enviar o imprimir este texto,pulse alguno de los siguientes iconos:

¿Desea dar su opinión?

Su nombre :
Su correo electrónico :
Sus comentarios :

 

chavalogo

 

coralind

 

74psmall

 

uanlind

1
2