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FRONTERA CRÓNICA
En el mercadito
J. R. M. Ávila
Monterrey.- Ir a un mercadito es un agasajo para la vista, el olfato, el gusto, el oído y el tacto. Las grandes tiendas nada tienen que ver con esto. Aquí no hay desconfianza de que te robes lo que venden ni de que te roben tu dinero por nada. Si en algún momento no estás de acuerdo con el precio, puedes llegar a un arreglo. En un supermercado, ni lo intentes. Tal vez al llegar a la casa te des cuenta de que la película que has comprado no funciona o que el disco que quieres oír es mudo, tartamudo o está rayado. Pero la ilusión de la compra a precio de robo no la pagas con nada.
La vista se aturde viendo tantos matices y tantas formas, desde la ropa de color chillante hasta la descolorida a fuerza de sol y uso, desde los vivos tonos de la verdura y la fruta hasta la borrosa portada de un disco pirata de origen, desde las deslumbrantes imágenes de las películas que aún no han salido en el cine hasta las multiequis que salieron de moteles conocidos (éstas sólo anunciadas con letras caseras, porque hay niños, tú sabes, la decencia ante todo, al menos en la apariencia). Formas y colores, deslumbramiento y oscuridad, polvo y pozos de la calle que te regresan a la realidad por la que caminas. Pero no veas hacia abajo. Las ilusiones están acá arriba. Tacos de ojo en el sentido que los busques.
El olfato se atiborra de frituras chatarra, de comida grasosa y picante, de fruta apetitosa, de verdura necesaria y casi despreciada, de incienso trasmañanado en el sincretismo cristiano-budista, de perfumes corrientes aspirantes a finos, de plantas y flores que se dan porque se dan después de soportar la asoleada que se llevan en el mercadito, de ropa barata y empolvada o nueva y cara. En fin, un paseo desde los aromas hasta los malos olores, desde la delicia hasta el estornudo.
Aquí no se ingieren alimentos nutritivos y sanos, pero sí sabrosos. Hay churros, donas, chicharrones, carnitas, duritos, chiles rellenos de queso o carne, tamales de puerco o pollo o res o queso, tacos y gorditas de barbacoa o chicharrón o picadillo o deshebrada; aguas frescas de melón, tamarindo, jamaica o piña, no tan frescas ni tan aguas (¿también piratas, falsas, impuras?); elotes con y sin chile, queso, mayonesa, sal, crema, limón; dulces de leche, de alfajor; atoles y champurrados. En fin, lo que la boca pida aunque la panza sufra.
Las manos se dan gusto tocando fruta lisa o áspera, tela transparente al tacto o acariciante por sí misma, objetos de metal o de loza, cajas de discos o películas, collares o anillos o aretes o pulseras que superan toda fantasía, pieles en zapatos y en abrigos, ropa interior incitante. Todo invita a tocar y a reincidir. Y si las manos no están satisfechas y se atreven además, no ha de faltar un roce buscado o recibido nada más porque sí. Lo demás ya no corre sólo por cuenta de las manos.
Los oídos apenas abarcan las voces que pasan o van dejando pasar. Desde el ciego que pide una limosna por el amor de Dios hasta la señora que regatea una fruta de más o unos pesos de menos. Y el vendedor que para llamar la atención grita: ¡Sí, aquí estoy, voltee para acá, una miradita nada le cuesta, oiga! O el vendedor de venenos que pregona con el mayor desparpajo: ¡Veneno para ratas, perros y gatos, ratas chicas y grandes, ratas y rateros, llévele! O una voz que dice: ¡Quién desea regalarme una monedita para curarme de mi pierna, oiga, por piedad, por amor a Cristo! Y otra que parodia: ¡Quién desea regalarme una monedita para comprar mota, oiga, por piedad, por amor a Cristo! Si uno se detiene, no tardará en armar una historia con cualquier conversación que siga atentamente.
Lo más extraordinario es que nadie te ha de excomulgar juzgando gozos y placeres como simples y sobados pecados capitales. Lo que aquí se compra, depende mucho de la imaginación con la que cargues; y, sobre todo, de que no te toque una balacera de esas que corren en estos tiempos y a veces nos alcanzan.
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