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936 25 Noviembre 2011

El Penúltimo Tren
Ileana Cepeda

M

onterrey.- Sabina me ha gustado desde hace ya un buen tiempo, la primera vez que lo escuché fue en la preparatoria cuando un trovador cantaba “Princesa” y a pesar de la temática de la canción me pareció bella y diferente. En ese entonces el rock en español, me tenía sostenido el oído y Sabina era un poco diferente a las letras que me habían encontrado hasta ese momento. Así que decidí seguirlo. Poco a poco como los amores duraderos, a cuentagotas se fue dando la entrega, la admiración, la lealtad y la fidelidad para siempre.

En los últimos conciertos que dio a tierras regias, comencé a acercarme más a él. Quería que nos reconociéramos los rostros, que volviéramos a mirarnos, pero él tan alto y yo tan lejos, parecían imposibles los ideales. La cercanía cuesta y la fui pagando con boletos en zona dorada, plateada, y los metales más costosos que me acercaban a él.

El pasado fin de semana y con los pensamientos en paz. Sabía que no iría. Mi razón, previamente le había informado a todo mi cuerpo que por decisión propia no iríamos. Mis piernas no podían temblar de emoción, como siempre me delatan. Mi corazón no se había emocionado ni acelerado. Mi cabeza fría se había encargado de poner en hielo todo lo que en mi cuerpo oliera a Sabina. El bombín seguía guardado en el mismo cajón, él representaba la esperanza y seguía inamovible.

Un día antes recibo la llamada de mi querida Susana. Y sale el reclamo guardado, sale la voz sostenida que grita –Susy no iré a ver a Sabina. Expliqué las razones como queriéndome convencer de nuevo que no sería posible. Pero Susana, que ahora me doy cuenta que es más escritora que yo, me cuenta una ficción que yo me creo de inmediato. Me dice: mira, en el concierto de “noséquiénmedijo”, ya comenzado el concierto, la gente salió y me regaló boletos. Podemos hacer lo mismo, pero necesitamos ir ya que haya comenzado, o podemos bajarles a los revendedores los precios hasta lo que llevemos de dinero. La otra es comprarlos en la taquilla, ya comenzado el concierto, un poco más baratos. Y si no se puede, pues lo escuchamos desde afuera.

Yo le creí completamente. Quise creerle y desaté el remolino que había guardado mi cabeza. De pronto llegaban pensamientos como: los revendedores venden más caro, no más baratos, pero desaparecían inmediatamente. Aún no sé, si eran las grandes ganas de verlo o la fuerza argumentativa de mi amiga Susana.

Jugamos en faceboock a prepararnos para dar lástima, nos imaginábamos sentadas afuera de las puertas de cristal esperando que algún sabinero decepcionado, o algún romántico que se quedó con el boleto de su amada en la mano, salieran a darnos el regalo esperado. Arriesgada era nuestra penosa situación.

Llegó el día. Le llamé a Susy y ella seguía dándome instrucciones con un control de la situación fascinante. Me sentía una buena alumna frente a una buena maestra que sabía lo que hacía. Cuando no quedan dudas en las instrucciones o están bien proporcionadas, o los alumnos tienen completa disposición a las actividades y yo la tenía.

Salió el bombín del cajón, me sonrió sabiendo que íbamos al reencuentro con la poesía. Se acomodó en mi cabeza, perfecto, a mi medida, las orejas estorbaban un poco la perfección de las formas pero la genética estaba ahí recordado mi apellido frente al espejo. Salí.

Pasé por ella y mi camioneta era una paloma blanca que volaba, mientras el concierto en otro escenario comenzaba. Fuimos antes a perder tiempo por las calles y llegamos puntualmente tarde sin fallarle. Un hombre en el estacionamiento nos bajó la adrenalina, nos anunció que la taquilla estaba cerrada y con ello perdíamos una fantasía.

No había un alma que caminara por los pasillos. Volteaba a ver a Susana, buscando un poco de brillo. Ella serena caminaba con una confianza que asustaba, mientras tanto, yo la seguía desconcertada. Llegamos a la puerta y vi por las pantallas al poeta. No se escuchaba nada del otro lado, como era parte de nuestro plan tan acertado.

Las mentiras se venían abajo, como mis ojos tristes y cabizbajos. Volteaba con Susana esperanzada mientras ella caminaba con su alma asegurada. Vimos luz en una taquilla, mientras me acomodé en sus costillas. Corrimos con fuerza para alcanzar la luz tomando aliento, y esperamos mientras el penúltimo cliente pagaba su boleto.

Mi amiga había ido a buscar revendedores y me había abandonado frente a la taquilla. Llega con otra opción desbaratada. Se excusa diciendo: qué raro, no había ningún revendedor. Para entonces mi tolerancia estaba desecha y desprovista. Susana entendió y su prudencia la controló.

Era desesperante escuchar a la chica de adelante pidiéndole a la cajera pasar su tarjeta sin identificación. No sé si sería la prisa de la cajera o su compasión que finalmente accedió. Seguíamos nosotras, ella se hizo cargo de las negociaciones, les regateó el precio por más de un minuto que a mí, en la voz de Sabina se me hacía una eternidad.

Finalmente cuatrocientos ochenta pesos por cada boleto pagamos sin sentimiento. Fuimos las últimas pasajeras que abordamos el penúltimo tren. Entramos. En ese instante adoraba a Susana. Un poco menos que a Sabina, que me jalaba hipnotizada por los acordes de “Contigo”, que comenzó a cantarme al oído y atraída por su voz comencé a dejar el suelo.

Susy se escabullía por entre los pasillos. No fuimos a donde nuestros asientos marcaban. Pero a esa hora nadie revisaba tu boleto. Encontramos un hueco a unos metros del Semidiós. Mi amiga se posicionó de dos cómodos asientos y pidió dos “Victorias” para celebrar el triunfo. La hubiera abrazado. Cargado. Adorado en ese momento. Pero estaba delante de Sabina y frente a su rostro nada existe. De pie y cantando se me fue la noche. Todas las partes del cuerpo que deberían de gritar ¡Sabina! en ese momento explotaron de emoción.

“Hola y Adiós”. Escuché esa voz que me llena el alma de mensajes y voltee mi cabeza para encontrarlo. Le regalé mi existencia con la mirada. Enmudecí a gritos. Me tomó de la mano y la besó. Yo sentí que mi vida, se perdía en un abismo, sentí que se tragaba a sorbos mi alma usando mis dedos como pajilla. Se fue y tuve que sentarme por un minuto mientras recuperaba la mirada.

Soy una romántica y un beso en la mano me ha desmoronado. Bailé, sonreí, brindé, salté, y me dejé llevar en el penúltimo tren de la esperanza al lado de una gran amiga cómplice de mi locura.

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