SENSACIONES DE AGONÍA (V)
Tomás Corona Rodríguez
El sabía perfectamente cuál era el costo de la traición en aquel espantoso y productivo negocio. Se creyó muy listo, pero nunca falta otro que traicione y lo descubrieron. Malo el cuento. Denunciarlo a la policía o meterle un balazo en la cabeza hubiera bastado, pero no, tendría que ofrendar su cuerpo y someterlo a las más aberrantes vejaciones. Las cosas tenían que ser así. En aquella disfrazada bodega de aquel pueblo olvidado de la mano de Dios, desertores y traicioneros eran salvajemente torturados y la gente ya no distinguía si los lamentos de dolor eran de los vivos o de los muertos que dicen que penaban en aquel siniestro lugar. Las maneras de atormentar eran infinitas y todas terminaban igual. Con el cuerpo molido y perforado hasta los huesos, sintió de pronto que lo envolvían con cinta canela, como momia, mientras su subconsciente percibía el indolente silbido del otro verdugo que batía la mezcla y la depositaba en un recipiente de regular tamaño, parecido a una maceta sin tierra ni flores. Recuperó la conciencia cuando, entre dos mastodontes, lo colgaron por los brazos de unos ganchos que pendían del techo. No podía ver, ni escuchar, apenas respiraba… Uno de ellos acercó el recipiente con la mezcla e introdujo en él, un poco más abajo de las rodillas, las piernas de Armando y quedó allí, esperando, como una flor siniestra hecha de maldad, perversión, desesperanza, dolor y sueños fallidos…
- Listo, con una media hora tenemos, este cemento seca muy rápido, dijo la insensible voz de aquel despiadado sujeto sabedor de su oficio.
Luego lo llevarían al lugar de siempre, dónde las márgenes del río son engañosas y los fuertes remolinos han hecho pozos sin fondo de donde nadie ha salido. Allí lo arrojarían y quedaría sembrado como inusitada flor acuática, pero en el fondo, hasta extinguirse para siempre. Luego ingresaría a la lista de desaparecidos que nunca aparecerán. Pero había un truco macabro, una fatídica clave que aquellos desalmados sujetos aplicaban a la perfección so pena de convertirse en víctimas en aquel mundo miserable y sin ley. Además era una orden del jefe, para que sirviera como escarmiento a los demás. El pelado que atormentaban tenía que seguir vivo hasta el último instante en que acabara la penosa, extenuante y larga tortura.
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