SALINGER
Rafael Pérez Gay
Salinger logró al fin lo que ninguna ciencia o rama del esoterismo pudo concederle en vida: ser invisible. Un viejo de 91 años deambula ahora entre los vivos sin ser visto. Se trata de uno de los grandes prosistas del siglo XX, de una leyenda, de un perseguidor del silencio, de un clásico. ¿Qué es un clásico? El creador que entre otros poderosos filtros ha logrado el de la eterna juventud. A ese linaje pertenecen las obras que no envejecen y pasan de generación en generación como si el último toque creativo hubiera ocurrido hace unos minutos, cuando el café aún está caliente en el escritorio del autor.
Casi 30 años después de su publicación, en el año de 1978, leí ese clásico en la edición de bolsillo de Alianza Editorial traducido por Carmen Criado. Se llamaba El guardián entre el centeno. Por cierto, siempre me pareció más pertinente el título de la edición argentina: El cazador oculto. En 1951, Salinger había inventado un nuevo lenguaje, una voz y una textura estilísticas en un personaje que se enquistó en el corazón de los jóvenes: Holden Caulfield. La novela se había convertido en un mito portátil que esperaba en las librerías a sus nuevos lectores. Siempre me han inhibido los mitos, por esta razón, hasta donde recuerdo, postergué la lectura. A veces hace falta un consejo para romper una barrera. Leí y subrayé esas páginas cuando me enteré de que Hemingway y Faulkner decían que Salinger era un gran escritor. El centro de la historia me hechizó por el deseo imposible que regía la magia de la historia: cómo evitar la vida adulta. El final de la novela me pareció y me sigue pareciendo una lección sobre la vulnerabilidad del narrador: “No cuenten nunca nada a nadie. En el momento en que uno cuenta cualquier cosa, empieza a echar de menos a todo el mundo”. Apenas pasé las páginas de la novela extrañé ese mundo desaparecido que se llevó a los jóvenes que fuimos y que sólo viven en algún sueño. Hablo del Café de las Américas, el Bar Ku-Kú, las librerías Zaplana y Hamburgo, el cine Ritz, el primer libro de Salinger.
Las grandes expectativas degradan el valor real de las obras. El guardián entre el centeno no me entusiasmó gran cosa, mi vida estaba en otra parte. Había despeñado mi admiración en Cortázar, Onetti, Borges, García Márquez. A los jóvenes los hechiza el momento crucial del todo o nada, por lo mismo nunca pensé que alguien pudiera alcanzar la altura de Faulkner, Hemingway, Fitzgerald.
Tiempo después leí los libros de Salinger en los que estoy convencido reside su grandeza literaria: Nueve cuentos (1953), Franny y Zooey (1961), Levantad carpinteros la viga del tejado (1963) y Seymour: una introducción (1963). Los relatos de estos libros extraordinarios cuentan la vida de los hermanos Glass (Seymour, Franny, Zooey, Budy) y también narran la pérdida de una ciudad y una forma de vida en el Nueva York de la posguerra. El humor triste de estos cuentos es irrepetible, la inteligencia desencantada de los hermanos Glass no volverá a ser contada con esa rara intensidad sin esperanza. Qué extrañas mis ediciones de estos libros: Bruguera, libro amigo: 1977, 1979, unos ejemplares de bolsillo que apenas han soportado el paso del tiempo. Parece que me los enviaron desde otro mundo. En efecto, alguien me los mandó desde otro universo para recordarme que la destreza técnica de Salinger fundó un estilo y una forma que se convirtieron en la herencia obligada de la poderosa tradición del cuento norteamericano.
Salinger le dedicó Franny y Zooey a Matthew Salinger y a William Shawn, editor de The New Yorker: “amante de la probabilidad remota, protector de los poco prolíficos, defensor de los extravagantes sin remedio”. Reconocía así al editor y a la publicación en la que el estilo de Salinger se desarrolló libremente e incluso maduró. La revista semanal privilegiaba a la ironía sobre la solemnidad, a la brevedad sobre la desmesura, se esmeraba por ofrecer a una clase media más o menos culta una visión del mundo. Salinger fue uno de los narradores estrella de esa literatura contenida en el lema less is more, menos es más. La muerte logra cosas extrañas: el escritor invisible que convirtió su vida privada en una causa, se ha vuelto de golpe el más público de los autores. No es raro que así pase, la tinta póstuma siempre se impone al deseo de los vivos.
El Universal
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