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La democracia mexicana, en permanente construcción como todo proceso complejo, vive avances y retrocesos. Aun cuando es anhelo de las mayorías, no sigue una línea ascendente.
En el año nueve de la era pos-priista, cuando el invencible dejó de serlo, el ciudadano de a pie está convencido de que vivimos en una partidocracia; que los tres grandes y los chicos han fincado un mundo aparte; su único interés y preocupación es mantenerse en el poder, disfrutar de los subsidios que el Estado les otorga, y apoyados en que en el amor y en la guerra electoral todo se vale, casi llegan a la ignominia, con tal de ganar la próxima elección.
Después de lo sucedido en el 2000 y el 2006, quienes abominan del “voto duro” y no entregan el sufragio en forma religiosa por el mismo partido, están hoy a la busca de nuevas alternativas, que son escasas, por no decir que inexistentes; la experiencia les dicta que una vez que los políticos prueban las mieles del presupuesto, hasta los espíritus más puros caen en la tentación de mantenerse en el poder, a como dé lugar.
No hay que escarbar mucho, ni ir muy lejos para constatar el patético espectáculo que los medios masivos de todo tipo están ofreciendo a diario. Las pre-campañas y los destapes abundan, por una parte, en descalificaciones, insultos, golpes bajos, desenmascaramientos mutuos, en fin, toda clase de lindezas, la guerra sucia en todo su esplendor. Por el otro, palabras e imágenes que ensalzan hasta la saciedad las grandiosas hazañas (que no lo son); las magnas obras (de vida breve); los nunca imaginados beneficios que los funcionarios de todo nivel nos han entregado, verdades a medias o mentiras totales, tal y como es y ha sido siempre la retórica de quienes están a la caza del siguiente puesto.
Podemos lamentar el estado de nuestra endeble democracia, pero también estar ciertos de que la solución no se dará a corto plazo ni de manera providencial; está en las manos del ciudadano, del sufragio consciente, del involucramiento sostenido de la participación activa y permanente. Sólo de esa forma será posible depurar la clase política que padecemos. Si esto resulta posible, no será ni la primera ni la última vez que el organismo ciudadano excreta a los indeseables. En la Grecia del siglo VI, a.n.e., se implantó un procedimiento para desterrar a los políticos que fueron encontrados culpables, bien de acumular un exceso de poder o aquellos que, a modo de prevención, siendo muy populares, era de temerse que abusaran del favor que el ciudadano les concedía.
El procedimiento de expulsión, recibió el curioso nombre de “ostracismo”, y fue una de las obras maestras de la democracia griega, esa que sin discusión se acepta como la madre de todas las democracias. Una vez al año, la Asamblea (ecclesia, en griego) órgano supremo de toma de decisiones, se reunía en el ágora, en la que se habían preparado suficientes trozos de vasijas de barro, conchas, disponibles para dar y tomar. Cada miembro de la Asamblea tomaba una concha y escribía en ella, con un instrumento punzante, el nombre de quien consideraban merecedor del destierro, por haber hecho méritos suficientes para ello.
Para ser condenado se necesitaban 6 mil votos, es decir, las dos terceras partes de la Asamblea para que la decisión fuera válida. Echar mano del ostracismo en nuestro tiempo, en sociedades con millones de ciudadanos es técnica y totalmente imposible. El riesgo sería, como siempre, el del fraude electoral, pero ahí está un ejemplo que puede sernos útil para depurar la fauna política, como ya dijimos antes.
Tan sencillo como que el 5 de julio neguemos el sufragio a todo aquel que sabemos que no lo merece en absoluto, llámese como se llame, y adoptemos la divisa: “más vale malo por conocer”, que seguir cayendo en los mismos errores.
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