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11 de mayo de 2010
15diario.com  


 

¿Panzas verdes o rosadas?

Luis Miguel Rionda

El deporte organizado, profesionalizado y comercializado es uno de los componentes simbólicos más destacados de la civilización liberal-consumista. Desde los orígenes del capitalismo muy pocas actividades gregarias han recibido un tratamiento similar: tal vez podríamos mencionar a las religiones y sus iglesias, la política institucionalizada o los medios de comunicación masificados. El deporte profesional les iguala e incluso los supera en poder de convocatoria social, capacidad para recaudar recursos y fuerza de seducción, mediante símbolos icónicos y personajes semi-divinos.

 

El futbol profesional en México, América Latina y Europa posee ese enorme encanto social que le permite distraer a los millones de hinchas y fanáticos, que se suman a una causa compartida que cada vez se antoja más virtual y menos real.

 

Los “clubes” deportivos son fieles a su origen incluso desde su epíteto: un “club” es, literalmente, un gran garrote que era empuñado por los miembros de una cofradía, para simbolizar su unión inquebrantable. Era un conjunto solidario que defendía –ya sea mediante el deporte o mediante la guerra- las posiciones de un villorrio o de un cantón regional. La competencia entre clubes comarcanos nació de manera natural, como una serie de escaramuzas sin más objeto que reiterar la fuerza del conjunto local, que debía humillar al visitante. Pero como no podía sostenerse por mucho tiempo un ceremonial destructivo, debió dársele reglas y arbitraje, cuya autoridad debía ser observada por todos. La violencia se transformó en deporte, que canalizaba el instinto humano de territorialidad hacia una actividad constructiva, no destructiva como antaño.

 

El deporte y los clubes profesionales canalizan fuerzas sociales que de otra manera encontrarían desfogues virulentos. La antropología y la sociología del deporte, así como la etología –ciencia del comportamiento animal- nos han enseñado que muchas fuerzas profundas provenientes de nuestro ser animal logran ser canalizadas no por la práctica del deporte –lo que sería lo más recomendable-, sino por la afición pasiva al deporte espectáculo, mediático y comercial. No es un fenómeno exclusivo de las sociedades modernas y capitalistas: ya griegos y romanos hacían uso del enorme potencial como entretenimiento y enajenación del deporte profesionalizado. Los deportistas griegos, en particular los olímpicos, recibían la admiración fanática -y paladas de dinero- por parte de sus hinchas, quienes los deificaban e identificaban con su orgullo localista.

 

Es sumamente interesante para alguien ajeno al fenómeno comercial del deporte como yo –mi esposa agregaría que también soy ajeno al resto de variantes del deporte- observar la efervescencia social que se desata cada año en la ciudad de León, cuando se inicia la liga de ascenso a la primera división del futbol profesional mexicano. Cada año, desde hace ocho, la sociedad panza-verde exuda esperanza en cantidades industriales. Los corrillos se llenan de sesudos análisis y la renovada convicción compartida por todos: “ahora sí lograremos el ascenso” –nótese el plural-, y a los rivales se les encuentran cien mil quebrantos en comparación a los siempre jóvenes y talentosos esmeraldas.

Cada año la fiesta es seguida por la decepción para una afición merecedora de mejores causas, que se irrita ante una derrota para ellos inexplicable, y comienza a elucubrar una injusticia perpetrada por árbitros bajo nómina de Televisa, u otras maquinaciones a cargo de otros monstruos anti-leoneses.

 

Mi hijo Allende estudia la licenciatura en León. Es fiel seguidor de felinos futboleros -melenudos o calvos- pues es “panza” y es “puma”. Le repito la máxima de Gómez Morín: “que no haya ilusos, y no habrá desilusionados”. El deporte profesional es ingrato, es traicionero y no tiene compromisos. Si por alguna hazaña el León logra el ascenso en el partido de regreso, no me sorprendería que el dueño venda de inmediato la franquicia.

 

Nunca he asistido a un partido de futbol profesional, pero sí a partidos llaneros, donde los equipos, esos sí, son representativos de la manada a la que pertenecen, y defienden sus colores y su territorio con el coraje de las jaurías cazadoras. Ese es el auténtico deporte gregario, solidario y constructor de identidades.

 

A los hinchas panzas verdes, mis paisanos, les recomiendo la lectura de un libro de mi querido maestro Andrés Fábregas, antropólogo chiapaneco que se avecindó en la muy chiva Guadalajara: “Lo sagrado del rebaño. El futbol como integrador de identidades”. Lo publicó el Colegio de Jalisco en 2001.

 

Antropólogo social. Profesor investigador de la Universidad de Guanajuato, Campus León. luis@rionda.net / www.luis.rionda.net / rionda.blogspot.com

 

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