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902 10 Octubre 2011

ESTULTEANDO
Pasión sobre razón
Eduardo Lera

San Miguel de Allende.- Ya habéis oído mi origen, mi educación y séquito. Ahora os pregunto: ¿qué podrá ser más dulce y más precioso que la misma vida? ¿Y a quién entre vosotros no interesa conservar la propia y la de sus familiares y seres queridos? Sólo a los que carecen de sano juicio por la influencia de alguna de las ninfas recién mencionadas o los que con hipocresía y torpeza sin límite se avienen y acomodan a los dictados de los gobernantes en turno, quienes para hacer que parezca que mucho es lo que hacen a favor de sus vasallos, envían a sus corifeos a cantar las glorias de sus acciones de gobierno.

Y sobran estultos que les creen y hasta defienden a quienes de tan onerosa forma les engañan. ¿Quién de vosotros no se ha topado con alguna de esas señoras encopetadas, que pudiesen sin faltar a la verdad ser mostradas como modelo de la estulticia, que al hablar en algún corrillo o reunión social y saltar a la mesa el tema de la política, salen con su  “ay, mira, yo no sé, pero…” y sueltan torpe perorata para defender a los gobernantes en turno, a quienes con mayor fervor defienden en la medida que más responden a sus posturas dogmáticas y confesionales? En tales ocasiones sobran las ganas de decirles: “mira, pendeja, si no sabes, mejor no hables ni defiendas con tus torpes dogmas y notoria ignorancia lo indefendible.”  Aunque por elemental decoro en más de una ocasión nos habremos de reservar el comentario.

Algunos políticos se creen casi dioses; pues bien dadme uno de ellos que sea tres, o cuatro y hasta seiscientas veces más encumbrado y famoso que los demás, a quien al pedirle que abandone el dispendioso abrigo de sus autos blindados y guaruras, y se mezcle sin distingo con el pueblo, que camine entre ellos en el mercado o la plaza pública, lo acepte prontamente sin dudarlo ni vacilar un poco. Pidámosle al mismo dejar a un lado sus dogmas diamantinos y clichés políticos, discursos de ocasión y otros recursos retóricos a ver con qué prontitud acepta y se aviene a lo que le hemos requerido.

De esta suerte, de nuestro juego desatinado y ridículo proceden también los arrogantes filósofos, a quienes han sucedido en nuestro tiempo esos a los que el vulgo llama monjes, y los purpurados reyes, y los sacerdotes piadosos, y los pontífices tres veces santísimos, y los obispos dispuestos a aceptar sin rubor alguno recursos del erario público para sus obras piadosas -como sus propios autos, residencias y guaruras-, otorgados por deshonestos gobernantes afines a sus credos confesionales y quienes al ser descubiertos y obligados a reintegrar dichos recursos lo hacen de mala gana, profiriendo toda clase de insultos y vituperios, nada propios de su investidura, a quienes los han balconeado y expuesto al escrutinio público y obligado a rectificar. Y los representantes y representados de organismos cúpulos empresariales, así como los dueños de los medios, y, en fin, toda esa turba de dioses  –según su propia, enajenada e íntima definición-  mencionados por los poetas, tan copiosa, que apenas cabe en el Olimpo, con ser éste espaciosísimo.

En efecto, según la definición de los estoicos, si la sabiduría no es sino guiarse por la razón y, por el contrario, la estulticia dejarse llevar por el arbitrio de las pasiones, Júpiter, para que la vida humana no fuese irremediablemente triste y severa, nos dio más inclinación a las pasiones que a la razón, en tanta medida como lo que difiere medía onza de una libra. Además relegó a la razón a un angosto rincón de la cabeza, mientras dejaba el resto del cuerpo al imperio de los desórdenes y de dos tiranos violentísimos y contrarios: la ira, que domina en el castillo de las entrañas y hasta en el corazón, fuente de la vida; y la concupiscencia, que ejerce dilatado imperio hasta lo más bajo del pubis.

La vida que llevan corrientemente los hombres ya evidencia bastante cuánto vale la razón contra estas dos fuerzas gemelas, pues cuando ella clama hasta enronquecer indicando el único camino lícito y dictando normas de honestidad, éstas mandan a paseo a su soberana y gritan más fuerte que ella, hasta que, cansada, cede y se rinde.

Añadiré, en fin, que sin la amable embriaguez de la estulticia, no habría ni sociedad, ni relaciones agradables y sólidas, ni el pueblo soportaría largo tiempo al príncipe, ni el amo al criado, ni la doncella a su señora, ni el maestro al discípulo, ni el amigo al amigo, ni la esposa al marido, ni el arrendador al arrendatario, ni el camarada al camarada, ni el columnista a sus colegas, ni los comensales entre ellos, de no estar entre sí engañándose unas veces, adulándose otras, condescendiendo sabiamente entre ellos, o untándose recíprocamente con la miel de la estulticia. Ya me doy cuenta de que esto os parecerá afirmación de mucho bulto, pero aún las oiréis mayores. Porque ¿quién de nosotros no ha atestiguado alianzas políticas entre partidos de ideologías tan opuestas y disímiles que la discordancia entre el agua y el aceite parece cosa de nada comparada con sus diferencias? Los mismos que unas horas antes se presentaban como enemigos irreconciliables llenándose de vituperios, de principios y creencias tanto o más distantes que la luz de la oscuridad, que el fondo del profundo barranco de la altísima cima, de pronto y por un interés fugaz, son capaces de ir juntos en pos de un fin específico que no tiene otro propósito que la obtención de un beneficio, casi siempre tangible y no pocas veces contante y sonante. Entonces los veréis en la tribuna, con el pecho hinchado de fervor por la causa, cantar loas y exhibir recursos y argumentos a favor de su común objetivo.

Decidme: ¿a quién amará aquel que se odie a sí mismo? ¿Con quién concordará aquel que discuerde de sí mismo? ¿Podrá complacer a alguno aquel que sea pesado y molesto para sí? Creo que nadie lo afirmará, a menos que sea más estulto que la misma Estulticia.

Si prescindieseis de aquella, además de no poder nadie soportar a nadie, todo el mundo sentiría hedor de sí, asco de sus propias cosas y repulsión de su misma persona. Tanto más cuanto que la naturaleza, en no pocas ocasiones más madrastra que madre, ha dispuesto el espíritu de los mortales, sobre todo de los pocos sensatos, de suerte que cada cual se duela de lo suyo y admire lo ajeno, de lo cual viene que todas las prendas, toda la elegancia y todo el atractivo de la vida se echan a perder y se desvanecen. ¿Qué vale la hermosura, principal don de los dioses inmortales, cuando se corrompe con el morbo de la melancolía? ¿Qué la juventud si la envenena el agror de una senil tristeza?

Y sin el beneficio del Amor Propio, que refuerza y representa y hasta se esfuerza en sustituir a la Estulticia en todas partes, ¿qué de tantos afanes podrían llegar a buen fin? ¿Y qué tan necio como satisfacerse y admirarse de uno mismo? Por el contrario, si se está descontento de uno mismo, ¿podrá hacerse algo gentil, gracioso y digno? Suprimid este condimento en la vida y en el acto se helará el orador en la defensa de su causa, el músico no dará placer a nadie con sus ritmos, el histrión, a pesar de sus gestos todos, será silbado, el poeta y sus musas serán objeto de risas, el pintor y su arte serán desdeñados y el médico y sus fármacos caerán en la miseria. En fin, tendremos a Tersites en vez de Niceo, a Néstor en vez de Faón; en vez de Minerva a un cerdo, en lugar del locuaz al balbuciente y en el del cortés al patán. Tan necesario es que cada cual se lisonjee a sí mismo como presidente en turno, y se procure una pequeña estimación propia antes de que se la otorguen los demás. 

En suma, como quiera que la principal parte de la felicidad radica en que uno quiera ser lo que es, contribuye a ello grandemente nuestro querido Amor Propio, haciendo que nadie se duela de su figura (aunque enano y azul cual pitufo se muestre), del talento de la estirpe, del estado en que se halla (aunque la ideología de derecha haya obnubilado sus haberes mentales), de la educación ni de la patria, de suerte que ni el irlandés ansía cambiarse por el italiano, ni el tracio con el ateniense, ni el escita con los de las islas Afortunadas, ni el panista con el priísta. ¡Oh singular solicitud de la naturaleza que en tan grande variedad de cosas todas las iguala! Dondequiera que se retrae en algo de otorgar sus dones, allá acude el Amor Propio a añadir un tanto de los suyos. Aunque esto que acabo de decir ha resultado una necedad, porque estos últimos son los más copiosos.

 

 

 


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© Luis Lauro Garza Hinojosa