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OLOR A ACEITE Y CAUCHO
Ximena Peredo
He llegado, no cabe duda. Estoy en lo más defeño que hay, las entrañas de la capital. Me pongo los audífonos y trato de interpretar un personaje que llevo mal, el de la chava que muere de aburrimiento mientras espera el mismo vagón de todos los días. Pongo jeta de qué me ves imbécil para aparentar que soy una más, que mi maleta es un señuelo, que quedé de verme con alguien que conocí en el chat, qué sé yo: todo menos que no conozco a dónde voy pero, por cierto, ¿no me habré pasado ya de estación?
Me animé a hacerlo porque nadie se enteraría; es lo fantástico de escuchar música con audífonos. La cursilería no escapa de mi epidermis. Cuando le piqué –me encanta el verbo por ser tan regiomontano- al play y comenzó a sonar El metro, de Café Tacvba, todo se dobló y apareció de nuevo ante mi expectante fascinación. De pronto los mexicanos y las mexicanas salieron a tropel, cientos, miles, millones: caminando al ritmo de la música, en estampida hacia la correspondencia de Chabacano, con rumbo a Pantitlán. A los mensajeros del Fin del Mundo cedo mi voluntad. Voy a donde van, camino porque no puedo detenerme. Me escoltan, soy su prisionera, pero yo también formo para de la escolta de los demás. Somos los marranos endemoniados y corremos frenéticos hacia el abismo. De pronto, algo ocurre más adelante. Los cuerpos, que antes flotaban, rompen formación y quiebran el oleaje. Qué pasa. Nadie lo sabe. La tripulación opta por no preocuparse hasta llegado el momento. Así es como me topo de frente con un conserje que defiende su salario como puede, empuñando su pulidor, amenazante, sin conseguir algo más que hacer bufar a la masa, que salta el cepillo y sigue su camino. No se rendirá. Probablemente lleve ahí parado tres o cuatro horas, rodeado de mexicanos, sin poder avanzar un centímetro, pero no claudicará. Quiere que su jefe lo vea revestido de su chilango estoicismo para que, al menos hoy, no lo corra.
Que alguien me atienda, no me siento bien, pienso mientras levanto los pies fuera, hacia los destellos dorados del edificio de Correos. Creo que he sido mortalmente envenenada por la contaminación del Distrito Federal: he pensando que no estaría nada mal vivir aquí.
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