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MERCADO ESTRELLA

J. R. M. Ávila

 

A medida que la abuela y el nieto se acercan al Mercado Estrella, un indefinido rumor de voces va creciendo hasta golpear los oídos. Al llegar, hay que ir sorteando el paso entre vendedores y compradores, avanzar con cuidado para no enredarse entre gritos que pregonan desde tomate hasta jabón, desde remedios para enfermedades incurables hasta estropajos de todo tipo.

La abuela se dispone a hacer sus compras. Al niño le sorprende ver cómo se transforma en otra al enzarzarse en una discusión para conseguir una rebaja por pequeña que sea. No se detiene para inventar razones, para mentir falta de dinero, para ganar cada regateo. Se finge enferma, se declara vieja, se pone ojerosa, las arrugas se le multiplican, aparenta una debilidad que está lejos de sentir, hasta que consigue su propósito y continúa su camino, aferrando la red con más fuerza.

Cuando la lleva repleta, se detiene y la deja sobre la acera, recargada en la pared. Le dice al niño que la espere tantito y se va nadie sabe a dónde. Todo parece tranquilo, pero apenas unos instantes después se acerca un hombre y le dice con voz suave y convincente, mientras le entrega una moneda: Niño, hazme un favor, entra en aquella tienda y le hablas a Elisa. Dile que Rogelio la está esperando aquí. El niño ve la moneda y voltea hacia la red. Quiere explicar que la cuida mientras vuelve la abuela pero el hombre se adelanta: Ándale, al cabo que yo te la cuido. Y el niño cruza el tráfico detenido a media calle y se dirige de prisa a la tienda pintada de verde con letras amarillas que no alcanza a leer por la prisa.

Pregunta por Elisa y no hay quien se llame así. Duda por un momento y dice que Rogelio la espera enfrente. Insiste pero a nadie le importa su presencia, así que sale de la tienda. Tal vez el hombre equivocó el nombre de Elisa o las señas de la tienda, tal vez sea él quien haya entendido mal. Siente la moneda en la mano. Ni modo, tendrá que regresarla. Cruza la calle entre autos estacionados y conductores molestos porque los de adelante no avanzan. Busca al hombre y no lo encuentra. Tampoco está la red con las compras.

Se queda aturdido en el lugar en que la abuela lo ha dejado. Mira perplejo hacia todos lados, atontado por los colores, los gritos, el vaivén de la gente, el tráfico casi inmóvil. Está solo, sin la red encomendada, sin explicarse el engaño del hombre, sin saber qué decirle a la abuela, con una moneda que resulta demasiado dura y grande apretada en la mano.

Cuando llega la mujer, el niño se guarda la moneda, cuenta lo sucedido detalle tras detalle y no puede reprimir las lágrimas al terminar. La abuela le acaricia las mejillas húmedas y le dice: No llores, seguro el que se la robó tiene más necesidad que nosotros, Dios que lo perdone. Y lo toma de la mano y se adentran en el mercado. Llegan a un puesto y empieza el regateo por el precio de una nueva red. Después de pagar se repiten regateos y compras hasta llenar la red.

Como no entiende la satisfacción en los ojos de la abuela, le pregunta por qué no está enojada. Ella le contesta: Ay, m’hijito, pobre hombre. Ha de pensar que lleva una millonada en la red y no sabe lo poco que pagué por esa fruta y esa verdura.

Contagiado por sus palabras, palpa la oculta moneda y sonríe con alivio.

 

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